sábado, 30 de octubre de 2021

Cabo de Hornos. Primera parte

 

Dos razones me llevan a emprender este viaje: La primera, el sueño antiguo de navegar a vela por el mítico Cabo de Hornos, lugar mágico y escenario de las navegaciones de Joshua Slocum, Bernard Moitessier, Robin Knox-johnston y tantos otros marinos que admiro. La segunda: conocer los lugares maravillosos relatados en el libro de Bruce Chatwin “En la Patagonia” y visitar rincones de naturaleza salvaje apartados de todo.

Además de esto, me gustaría poder contarle a Ilona historias y aventuras interesantes que le hagan pensar en mí el día de mañana como un padre que vivió cosas dignas de ser  recordadas

1. En el avión

Entramos en pista para el despegue. Una cámara colocada en la cola del avión lo muestra situado en la pista a través de las televisiones para que podamos verlo despegar. Se llama “Ciudad de México”. Me gusta que los aviones tengan nombre, como los barcos.

La señora que se sienta a mi lado es mayor, va vestida toda de negro, tiene los ojos azul claro, el cabello muy rubio peinado con flequillo y una melena que le cae sobre los hombros. Es bonaerense y me cuenta en un tono de voz muy bajo, casi un susurro, que viene de Milán de ver a su hija que vive allí. Es la primera vez que viaja en avión pero ¡qué  no haría una madre para estar con su hija! Trabajó de enfermera en Buenos Aires y me dice que su niña es especial, que está en silla de ruedas y que conoció a su marido por Internet. Esta señora se llama Sarita.

Desde el avión, el gran azul del océano Atlántico se ve espectacular. Sólo unas pocas nubes deshilachadas pintan un toque blanco entre el cielo y el mar y hemos volado cerca de la costa africana hasta sobrevolar las Canarias, más tarde Cabo Verde, y luego el avión ha virado para enfilar hacia Argentina.

En todo este rato he visto tres barcos y un avión azul que volaba en dirección contraria. Stan Getz y Coleman Hawkins derraman por mis auriculares una deliciosa música de Bossa Nova tocada al saxofón. Releo “Patagonia Express”, de Luís Sepúlveda, el libro que compré hace meses en Burela y que me vuelve a cautivar. Mágico.

Sarita mira la televisión con interés. Parece que le gusta la película que están poniendo, pero me doy cuenta de que no lleva puestos los auriculares y por tanto, no se está enterando de nada. Le explico cómo se usan y que puede escuchar música también y a partir de aquí su cara muestra mucha más felicidad. Es una simpática señora.

El motor de este avión, que pende del ala justo frente a mí, se mueve como si estuviera sujeto a la misma con bandas elásticas. Es algo insólito. Parece que el avión y el motor se mueven cada uno a su ritmo. Es un pájaro realmente grande. 

A las seis y veinte de la tarde estamos a punto de sobrevolar Sao Paulo; antes hemos pasado por Salvador de Bahía, Minas Gerais y Belo Horizonte. Quedan dos horas y cuarenta y cinco minutos para llegar a Buenos Aires.

Cuando al fin se divisan las luces de la ciudad del Plata, la visión desde el aire resulta impresionante. A un lado Uruguay, al otro Buenos Aires y entre los dos, la desembocadura del río de la Plata. Kilómetros de luces en cuadrícula iluminan la noche de verano de esta inmensa ciudad.

Me despido de Sarita y comienzan los engorrosos trámites para salir del aeropuerto. Una cola interminable que me hace perder casi una hora. Luego, un autobús me lleva desde el aeropuerto internacional Ezeiza hasta el aeroparque Jorge Newbery, desde donde salen los vuelos domésticos.

El recorrido es increíble; esta ciudad es inmensa. Altísimos rascacielos y tentadores escenarios junto al puerto. Antiguos edificios de almacenes restaurados y acondicionados para locales de ocio, grúas, barcos de vela, mercantes y sobre todo, mercantes antiguos de evocadores nombres con sabor a trópico y a puertos lejanos languideciendo en los muelles próximos a la entrada del puerto. Las marrones aguas y las luces del canal de entrada me dejan ensimismado y soñando despierto con las aventuras que el Spray, el Nicole y tantos otros queridos veleros vivieron en estas aguas. Definitivamente, a la vuelta de Ushuaia he de visitar con calma estos lugares.


2. Mono

Una noche sin dormir en el aeroparque, con clavada de cien pesos (20 euros) por un sándwich y dos cervezas se ve recompensada con el vuelo a Ushuaia.

Desde la ventana del avión se divisa un paisaje irreal formado por unos colores en tonos grises y celestes que le dan una apariencia fantasmagórica. Las nubes y las montañas. El avión vibra y salta, y desde la ventanilla veo la pista de aterrizaje probablemente más pequeña y en el entorno más bonito que haya visto en mi vida. Parece que el avión casi va a tocar el agua antes de aterrizar sobre el verde de las montañas.

Ushuaia

Dado que mi patrón no había sido muy explicito en cuanto a detalles de cómo llegar al puerto, dónde se encontraba atracado el barco ni ninguna otra información aparte de la que aparecía en su página web, tengo que preguntar a los empleados del aeropuerto. Afortunadamente, en Ushuaia sólo hay dos lugares donde atracar, de modo que tras parar en el lugar equivocado, el taxi me deja en el náutico de Ushuaia, donde veo al “Mago del Sur” en su atraque, con un pequeño velero clásico de madera abarloado a él junto a un grupito de veleros de distintas nacionalidades.

Mago del Sur

Lo primero que se ve de Mono, cuyo verdadero nombre es Alejandro Da Milano, es su rabadilla. Asoma bajo un pantalón como de pijama de color naranja descolorido. Me temo que tendré que ver esa rabadilla muchas veces más durante este viaje. Nos presentamos y charlamos un rato antes de salir a terminar de hacer unas compras en el supermercado, traer bidones con gasoil y pasar por la Prefectura Naval. 

La Prefectura Naval es un show de uniformes caqui con galones y pistolas negras, donde se pierde un tiempo increíble en rellenar papeles inútiles, y en uno de esos papeles inútiles se dice que el velero “Mago de Sur”, o sea, en el que voy a navegar, no está autorizado a llevar pasajeros ni a Chile ni por aguas argentinas y que Germán Arias, o sea, yo, no ha pagado por navegar en el susodicho barco. Al mismo tiempo en otros papeles se da permiso de salida al velero para navegar con Alejandro “Mono” y Germán Arias como tripulantes. ¡Y pensar que en la cola para subir al avión escuché a dos argentinas quejarse de lo mal que funcionaban las cosas en España!

Mono es un poco chapuzas, y el barco dista de ser un ejemplo de mantenimiento; las velas están rasgadas, manchadas y remendadas; tiene óxido y desconchones, las cartas náuticas son de los años setenta, y todo refleja la edad y manías de su capitán, pero a pesar de todo estoy contento de haber elegido navegar en él. Tiene su encanto y ese toque de dejadez que tanto me atrae. Por otro lado, es mucho más barato que los otros barcos que hacen la travesía y además soy el único tripulante. Todo un lujo.

Mono

Tras poner todo en orden, Mono arranca el motor del barco y, ayudados por el marinero del náutico, desatracamos y comenzamos a navegar entre todos los barcos fondeados en la bahía de Ushuaia, rumbo al canal Beagle y a Puerto Williams, que será nuestro destino hoy para pasar la noche. 

La navegación por el canal Beagle es sencillamente increíble. Ya antes de salir a navegar vi una foca junto al Mago del Sur en el puerto y ahora, un montón de ballenas resoplan nadando muy cerca del barco. El paisaje desfila a ambos lados del velero, mostrando una naturaleza salvaje, compuesta de montañas con cumbres nevadas, bosques frondosos, canales de escarpadas orillas y ni un alma. Una maravilla.

Hemos pasado junto al faro Les Eclarieus y por los lugares originalmente poblados por los indios Yámanas: Remolinos, Cala Mejillones y arrecife Lawrence y ya por la tarde llegamos a Puerto Williams y fondeamos en un entorno mágico, con maravillosas vistas a unas escarpadas montañas llamadas Dientes de Navarino, nevadas y como su propio nombre indica, en forma de sierra.

Me voy al catre hecho polvo, y esta mañana, después de dormir como un tronco el sueño atrasado, me levanto dispuesto a disfrutar de otro día de navegación por las altas latitudes del sur. Mono prepara el desayuno y en este momento está a cuatro patas con toda la rabadilla fuera de sus pantalones de pijama naranja sucios, cogiendo un bote de leche de debajo de las tablas del suelo.





 

Puerto Williams es un apartado lugar de casitas de madera de colores rodeado de bellísima naturaleza. En su club náutico atracan numerosos veleros preciosos, con personalidad y preparadísimos para largas navegaciones por mares agitados. Charlo con un canadiense muy simpático que navega con una sobrina suya mientras su mujer y sus hijos prefirieron quedarse en casa. Dice irónicamente que a él no le gusta la jardinería… Su barco es verde, de doble quilla y se llama “Silas Crosby” en honor a su bisabuelo capitán de veleros, que así se llamaba. Tiene que ir a Ushuaia a reparar una pieza del timón, ya que aquí en Puerto Williams no es posible. Este hombre tiene el aspecto enjuto, desaliñado y activo de los marinos acostumbrados a vivir a bordo de sus barcos y a reparar cosas sobre la marcha.

También charlo con una pareja de holandeses que navegan a bordo del “Albatros”, un impresionante y precioso barco de acero de unos catorce metros, de color gris y preparado para la navegación oceánica. Según su armador: “built to do the job”, es decir, “construido para hacer el trabajo”. Todos tratan de compaginar sus trabajos con su pasión por los barcos y pasar el mayor tiempo posible navegando.

Me doy un paseo por el pueblo. Hay algunas tiendas, un bar y dos pequeños restaurantes. Las tiendas son como los “general store” del oeste; el bar está cerrado y no es más que un pequeño salón donde se reúnen tres o cuatro personas. Uno de los restaurantes se llama “Trattoria de Mario” y tiene seis mesas pequeñas. Todo es rústico y tipo “Doctor en Alaska”. Perros sueltos por la calle se pelean. Mono compra algo de comida fresca: media lechuga, una col morada, cebollas y un cartón de vino del más barato para cambiar por centollas a los pescadores que encontraremos por el camino. Visitamos a una amiga suya que regenta una hospedería y que le agasaja con un pulpo. Es una mujer bajita, robusta, de voz cascada por el tabaco. La casita es acogedora y da sensación de refugio en un lugar tan frío y apartado. Algunos extranjeros que van a hacer senderismo y rutas de montaña por la zona se alojan allí.

Luego, más trámites en la Capitanía. Educados Militares con impolutos uniformes azules nos hacen rellenar papel tras papel para entrar en Chile. Aduanas, policía, sanidad… Burocracia desmedida e inútil en un lugar al que sólo llegan veleros de paso.

Antes de ponernos de nuevo en camino, me di una ducha en el náutico Micalvi. Según el patrón, era mi última “chance” de ducharme hasta que volvamos a Ushuaia. Este club náutico está ubicado en un barco antiguo cuya cubierta da paso al embarcadero.

De Puerto Williams salimos al paso Mackinlay, entre Navarino e isla Gable; pasamos la isla Barlovento, Puerto Eugenia, isla Snipe y nos dirigimos a Puerto Toro, frente a la isla Picton. El viento no sopla muy fuerte, pero a veces vienen rachas que hacen escorar al Mago y lo ponen fácilmente a siete u ocho nudos. Navegamos con la inmensa vela mayor y una trinqueta. El barco pesa cuarenta toneladas, de modo que se desplaza robusto sobre el mar, y un viento que a mi barco El Gaviero lo haría escorar e ir pasado de vela en seguida, a éste ni lo inmuta. ¡Qué sensación!

El Mago del Sur escorado en una racha

Por la tarde llegamos a Puerto Toro, que no es más que un poblado con un puñado de casas desde donde salen los pesqueros de esta zona a pescar centollas y centollones. No hay nada que hacer en este pueblo. Ni un bar. Aunque una caminata por los alrededores me descubre una belleza natural difícil de describir. Espacios abiertos, aire puro, una flora rica, variada y espectacular. Mañana de madrugada saldremos de aquí rumbo a Hornos. De momento, el tiempo está siendo increíblemente benigno.

Puerto Toro, Chile

Por el camino desde Puerto Williams a Puerto Toro nos cruzamos con dos veleros: El “Pelagic”, y el “Santa María Australis”, ambos viejos conocidos y de regreso de la Antártida.

Esta mañana, a las cinco y media nos hemos tenido que mover para dejar salir a los pesqueros a los que estábamos abarloados. Era de noche y estaba muy oscuro. A bordo no había ni una linterna que funcionara, de modo que tuve que saltar al otro velero francés que llegó anoche para hacer la maniobra en completa oscuridad. Se lo comenté a Mono y me contestó como si le estuviese pidiendo la cosa más extravagante del mundo. Una linterna en un barco… Luego nos volvimos a abarloar a este velero y a dormir. A las seis y media, después de desayunar, hemos dejado Puerto Toro y hemos comenzado a navegar hacia el sur, rumbo al cabo de Hornos.

El viento brilla por su ausencia y la mar está en calma mientras navegamos entre las grandes islas que forman el extremo del cono sur americano. Vemos numerosas ballenas, que por la forma de su aleta y la manera de emerger creo que pueden ser ballenas Sei o Minke, de acuerdo con el libro sobre fauna patagónica que Mono me prestó. También nos cruzamos con el gran albatros, que parece un pesado avión de carga al despegar ayudándose con sus patas corriendo sobre el agua. Grupos de pequeños pingüinos magallánicos flotan sobre las tranquilas aguas y se sumergen al acercarnos a ellos.

A partir del mediodía sube un poco el viento y navegamos a motor y vela entre una espesa niebla que reduce la visibilidad a unos pocos cientos de metros.

Mono no habla mucho, se mueve con lentitud y con trabajo, tiene un montón de manías y junto con su barco, se ha quedado atascado en un limbo indeterminado en el que no tienen cabida las nuevas tecnologías. Se ve a simple vista que invierte en el barco lo mínimo imprescindible y esto es algo que el barco está pidiendo a gritos. Ahora mismo está tomando la posición sobre sus viejas y ajadas cartas de los años  setenta, ya que no quiere ni oir hablar de un plotter.

Viejas cartas

Entre los bancos de niebla vislumbramos la bahía Scourfield y con Punta Eliana identificada, avanzamos lentamente pasando los islotes Peralta por el estrecho entre Wollastron y la isla Freycinet, el paso Bravo. Finalmente, en el canal Franklin, la niebla se disipa y hacemos rumbo hacia la isla Maxwell, donde fondeamos en seis metros con dos cabos dados a tierra, amarrados a dos árboles.

Durante la niebla, la condensación de agua en las velas las hacía chorrear en forma de goterones que siempre encontraban el camino hasta el cogote o los pies calzados con las crocs.

Por el camino hacia la caleta Maxwell hemos avistado la isla de Hornos. Mañana es el gran día.