domingo, 3 de septiembre de 2017

Platarias. Aldo "La Classe"

“Toda la vida he emprendido esa clase de aventuras, al final de las cuales encuentro siempre el mismo desengaño. Si bien termino por consolarme pensando que en la aventura misma estaba el premio y que no hay que buscar otra cosa diferente que la satisfacción de probar los caminos del mundo que, al final, van pareciéndose sospechosamente unos a otros. Así y todo, vale la pena recorrerlos para ahuyentar el tedio y nuestra propia muerte, esa que nos pertenece de veras y espera que sepamos reconocerla y adoptarla.”

(Maqroll El Gaviero)



Estaba bien entrado el mes de octubre. Los barcos iban abandonando el agua y eran izados a tierra para pasar el invierno en seco. Las islas se iban preparando para la tranquilidad tras el agitado y caluroso verano...
Mirando en el derrotero un lugar en el que pasar unos días, dí con un pequeño puerto en forma de herradura situado al fondo de una amplia bahía encajada entre altísimas montañas llamado Platarias, y pensé que era un sitio tan bueno como cualquier otro para recalar. Así que puse rumbo hacia allá desde Corfú, y en una tarde de cielo azul y ligera brisa, atraqué a la manera griega, con el ancla por proa, en el parcialmente hundido muelle del coqueto puertecito.

Muelle hundido de Platarias

No había gran cosa en Platarias. Unos pocos bares, una playa, una tienda y un pequeño varadero. De modo que, como siempre, me dediqué a leer, pasear y conocer gente.
Fue precisamente un sábado por la mañana, en una taberna en la que se reunían los más viejos del lugar a tomar ouzos y mover en sus manos sus kombolois donde conocí a Aldo, un italiano retirado que se mudó a éste tranquilo lugar a pasar sus días pescando y paseando con su pequeña moto, lejos de la familia y los problemas que dejó atrás en Italia.
Aldo era un tipo robusto, un poco entrado en carnes, con la nariz ancha, aplastada, pelo canoso y cabeza poderosa. Tenía estampa de gladiador o de centurión romano. Respiraba y se movía con dificultad debido a un reciente accidente de moto y a dos infartos sufridos hacía algún tiempo. Un hombre castigado por el trabajo y los excesos.
Por alguna razón, me cayó simpático y, deseoso de seguir escuchando sus historias, acepté su invitación a cenar en su casa unos spaghetti con pescado fresco que acababa de capturar esa misma mañana.


La casa de Aldo era un apartamento situado en la parte alta de Platarias, con unas maravillosas vistas a la amplia bahía. Un poco desordenado, un poco sucio, con algunos objetos pertenecientes a su familia de adorno y fotos familiares colgadas de las paredes en las que aparecían rostros sonrientes y un Aldo joven y atractivo atendiendo a clientes en un restaurante que regentó en Italia.
También había una foto de su jovencísima y guapísima última mujer; una chica croata de la que se estaba divorciando. Nada parecía retener ya a Aldo. Estaba de vuelta de todo y no le importaba más que pasar sus días tranquilo en éste apartado lugar al que sólo acudían yates de paso en la temporada estival.


Un barco "mágico"


Dos botellas de vino griego barato y los ojos de éste hombre miraron lejos, muy lejos en sus recuerdos...
Volvió a cocinar en su restaurante en Italia; volvió a surcar el Caribe en el velero en el que trabajó de marinero y cocinero; volvió a cabalgar sobre las olas en la embarcación de rescate en la que navegaba como voluntario en su país; volvió a disfrutar de su mujer y sus hijos... Se marchó lejos en el tiempo, y me llevó con él.
Su nariz de boxeador y su boca ancha y sus ojos diminutos y oscuros reflejaron de repente todo el cansancio que al final deja el vivir intensamente. Y al fin, el manto de la noche envolvió a Platarias y a lomos de su pequeña moto me devolvió a mi barco.

En aquéllos días otoñales de lluvia, olor a hierba, arena mojada de playa, tranquilidad y silencio, fui más veces a casa de Aldo y también él pasaba por el Gaviero cuando volvía de pescar en el puerto.
Nos hicimos amigos. Se ofreció incluso a cuidarme el barco si me decidía a dejarlo allí a pasar el invierno. Estaba muy orgulloso y contento de tener su residencia griega.
Pero no me quedé a pasar el invierno. Estuve unos días más en aquél maravilloso lugar comiendo todos los días en la misma taberna; comprándole pequeños y deliciosos boquerones plateados al viejísimo pescador de cara surcada por profundas arrugas y gorra de marinero azul que invariablemente se apostaba junto a su barquita con la mercancía dispuesta en cajas frente a él; disfrutando de la vista de una antigua goleta de madera de casco negro y velas ocres que permanecía amarrada en la entrada del coqueto puerto y tratando de salir sin daños de dos fortísimos chubascos con vientos de más de cuarenta nudos y lluvia torrencial que convirtieron el puerto en un caos de barcos cuyos fondeos no resistieron.
Afortunadamente, para esa época llevaba ya muchos fondeos en calas y puertos griegos y El Gaviero se mantuvo firme en su sitio.

Un buen día, temprano por la mañana y tras pasarlas canutas para desenterrar las dos anclas que tenía dadas por proa y que se habían hundido profundamente en el barro, salí de Platarias y dí rumbo a Preveza, lugar elegido para dejar mi barco a invernar...

Aldo quedó entre las brumas de sus recuerdos y sus paseos al puerto con su caña de pescar, tranquilo y feliz de ser libre y ciudadano griego


Cercano puerto de Sívota

Paseos en bici







miércoles, 12 de julio de 2017

Pianos de Corfú




"Todo esto es absurdo y nunca acabaré de saber por qué razón me embarqué en esta empresa. Siempre ocurre lo mismo al comienzo de los viajes. Después llega la indiferencia bienhechora que todo lo subsana. La espero con ansiedad."

Maqroll el Gaviero. "La nieve del almirante"


Paxos

El calor veraniego empezaba a dar paso al templado otoño. Algunos días, la lluvia comenzaba a hacer brillar las verdes hojas de los árboles y a humedecer la tierra, impregnando el ambiente de frescos olores a vegetación. Tras la lluvia, el cielo quedaba de un color aún más azul de lo habitual. Se convertía en un cielo tan limpio, tan transparente, que hacía que todo lo que mirabas pareciera que había sido recién creado y visto por ti por vez primera.
Y una de esas lluvias purificadoras nos recibió echando el ancla en la pequeña isla de Paxos, tan pegado al muelle que casi podía llegar caminando a las mesitas de la taberna que tenía enfrente, y con tan sólo medio metro de agua bajo la quilla...

Lakka




Paxos

 
Lakka, el puerto, estaba al fondo de una pequeña ensenada, rodeada de altas montañas cubiertas de árboles y senderos de tierra por los que perderse en el silencio y la contemplación de las vistas al mar.
Desafortunadamente, la botella de Retsina se terminó. La de ouzo también. Había que bajar a tierra...

La noche terminó en un solitario y apartado bar al borde de cuya terraza se mecían amarradas pequeñas y coloridas barquitas de pesca, hablando con un solitario y taciturno capitán mercante griego que insistía en invitarme a una copa tras otra de ouzo.
Hacía fresco. Yo estaba en pantalón corto y camiseta. Descalzo.
Él llevaba chubasquero azul y gorra marinera también azul. Hablaba poco. Ambos mirábamos con turbios ojos a las coloridas barquitas que se mecían a nuestros pies amarradas a la terracita de la taberna, sentados a ambos lados de la mesa.
Sentí una nostalgia reconfortante, de ésas que se disfrutan. Uno de esos momentos en los que todo carece de importancia. Un viaje a los orígenes de todo. Me vacié para volver a empezar...

A la mañana siguiente, me desperté con el sol entrando a raudales por la escotilla sin saber muy bien dónde estaba ni mucho menos cómo me las arreglé para volver al barco.


Corfú

Cuando uno navega por el canal que discurre entre la isla de Corfú y la costa de la Grecia continental, intuye que algo mágico va a pasar. Sobre todo, si por azar algún libro de los hermanos Durrell ha caído en sus manos previamente.
Y cuando desde el mar, uno divisa allá en lo alto la fortaleza que se erige impresionante sobre un acantilado, flanqueada por un museo situado en un edificio que recuerda al Partenón por un lado, y por un alto reloj por el otro, no puede evitar sentirse embargado por la emoción.


Fortaleza veneciana

El club náutico NAOK se encuentra a los pies de la ciudad, bajo la fortaleza que se divisa desde el mar. No es un puerto que ofrezca buen resguardo, y en él los barcos siempre se mueven con la mar de fondo que entra. Pero si el viento sopla del sur y pasa de fuerza cuatro, hay que marcharse de allí, pues se convierte en un lugar peligroso.
Sin embargo, la hospitalidad del “harbour master” y de la señora encargada del pequeño bar situado dentro de este puerto compensan la incomodidad de los continuos tirones de los cabos de amarre.
También el hecho de que solo con subir unas escaleras te ves de golpe en un precioso parque que, como una alfombra, se extiende a los pies de uno de los lugares emblemáticos y más concurridos de la ciudad: el Listón.
En el parque y como herencia de la prolongada estancia británica en la isla, se juega al criquet. Un deporte que evidentemente desentona de manera ostensible en un isla mediterránea. O más bien, debería decir en una isla griega como Corfú.
En el Listón, una sucesión de cafeterías, bares y restaurantes albergan a turistas, viajeros y corfiotas que se dedican a tomar el omnipresente café griego y a ver pasar a la gente que pasea incesantemente por esta zona de la ciudad.
En Corfú, no hay más que dejarse llevar y perderse por sus calles para disfrutar de los antiguos y desconchados edificios de aire clásico y corte veneciano, de los soportales que albergan infinidad de tiendecitas y bares, de las plazas animadas con niños jugando y mayores conversando en la maravillosa lengua griega, incomprensible pero tan cercana en su música que uno tiene la impresión de poder entenderla como si fuera la suya.
Al atardecer, yendo hacia el náutico al que se accede por un antiguo arco con escudo de piedra desde la antigua fortaleza veneciana (no he visto jamás un acceso a un pequeño puerto más bonito e impresionante que éste), paso junto al conservatorio de música situado en un majestuoso edificio situado dentro de la fortaleza. Enormes ventanales abiertos de par en par dejan fluir la música de un piano de cola que se esparce por la soledad antigua de estas murallas. Una mujer canta un aria de ópera. Al fondo, los barcos de vela se recortan en la sombra que proyectan los oscuros muros de la ciudadela.
Me quedé extasiado en este momento de una belleza sencillamente irrepetible..

Museo

Edificio del conservatorio


Faro







Mon Repos, un remanso de paz en la ciudad

En los días siguientes, una moto me llevó por las carreteras de esta isla repleta de sorpresas y lugares mágicos que visité en soledad, emocionándome y asombrándome a cada momento con el encanto inigualable de este rincón del Jónico...

El G aviero en el NAOK

sábado, 6 de mayo de 2017

Maestros italianos

“The sea, autum mildness, islands bathed in light, fine rain spreading a diaphanous veil over the immortal nakedness of Greece. Happy is the man, I thought, who, before dying, has the good fortune to sail the Aegean Sea.”

Zorba the Greek


Alessandro habla con una voz profunda y cautivadora. Habla pausadamente eligiendo bien las palabras, y habla con una sonrisa perenne bajo su bigote blanco.
Habla español con suave acento italiano y habla griego con la fluidez adquirida después de navegar todos los años durante más de veinticinco por las islas del Jónico.
Él y su pequeño velero, el “Itaca”, son conocidos desde Corfú hasta Zante, y con la misma tranquilidad con la que habla, navega. Despacio. Saboreando el tiempo y las conversaciones. Liando y fumando tranquilamente cigarrillos y bebiendo cerveza y ouzo con los amigos.
En Italia era maestro en una escuela. Un maestro vocacional y seguramente de los buenos, de los que dejan huella en sus alumnos.
En otros tiempos tuvo una novia vasca y con ella se fue a Bilbao a vivir y a construirse un barco para dar la vuelta al mundo, aunque en aquélla época no tenía ni idea de navegar. Al final, como sucede tantas veces, ni el barco navegó ni la novia duró.
De modo que de vuelta a Italia conoció a Flavia, la maestra rubia de ojos azules, expresividad de actriz  y desbordante simpatía que acabaría siendo su compañera hasta la actualidad y que navega con él durante sus travesías estivales por Grecia.
Alessandro hace mucho que no trabaja. Tuvo que abandonar a sus queridos alumnos cuando le dio un ictus que le dejó paralizado medio cuerpo y sin poder andar. Los médicos no le dieron muchas esperanzas, pero finalmente lo consiguió. Volvió a caminar y volvió a navegar. Y volvió a fumar y a beber y a disfrutar de la vida.
Juntos (cada uno en su barco), recorrimos muchos puertos y fondeaderos del Jónico: Killini, Poros, Ay Eufemia, Sívota, Meganisi, Preveza…
Juntos bebimos incontables Fix y ouzos y charlamos y disfrutamos de la alegría de vivir bajo el sol y las estrellas del verano griego.
Con él y con Flavia descubrí rincones que probablemente solo no habría visitado. Con ellos, mi soledad fue más leve y cuando a finales de octubre nos dijimos adiós, tuve la certeza de haber conocido a dos personas excepcionales.
Me alegré mucho cuando al verano siguiente nos volvimos a encontrar, aunque fue un encuentro breve, ya que yo tenía que emprender la travesía de vuelta y nuestros caminos estaban llamados a separarse. Así es la vida de los navegantes…
De todas formas, a mis amigos los maestros italianos, desde aquí y aunque hace ya tiempo que no los veo, quisiera decirles: Gracias. Por haberme dado su amistad y por ser una pareja singular que hace de este mundo un lugar mejor.


“El mar, el templado otoño, islas bañadas en luz, lluvia fina esparciendo un diáfano velo sobre la inmortal desnudez de Grecia. Feliz el hombre, pensé, quien antes de morir, tenga la buena fortuna de navegar el mar Egeo.”


Tomando ouzos en la calle frente a la taberna más antigua de Preveza


A bordo del "Itaca"

domingo, 12 de marzo de 2017

Kostas "El Griego"



Cansado ya de descansar, salí de Kerí rumbo a Katakolon, en la parte noroeste del Peloponeso, con la intención de irme acercando al golfo de Patrás y al canal de Corinto.
Como casi siempre en Grecia, me preocupaban mucho más las entradas a puertos y fondeaderos que la navegación en solitario. Katakolón no fue la excepción y donde según mi guía náutica debía haber atraques para yates de paso, se encontraba fondeada una multitud de barquitos de pesca ocupando casi todo el espacio.
Vi a un hombre en un pequeño velero de color naranja a cuyo costado había un sitio y le pregunté si podía atracar allí. Me dijo que sí, y allá fui. Ancla al fondo, molinete abierto, marcha atrás, un poco de ciaboga y al sitio. ¡Perfecto! Justo a tiempo... El velero que venía detrás de mí ya no tuvo sitio para amarrar y se tuvo que ir a fondear fuera del puerto. Era el “Lord Anthony”, un conocido de Vathy, Itaca. Lo sentí por Tom, pero me alegré de haber de llegado antes.
Katakolon no era un sitio demasiado bonito. El puerto tiene un muelle comercial y en el pasado fue centro de una cierta actividad, que ahora se ha visto reducida a cruceros de turistas que hacen escala aquí para que visiten la antigua Olimpia, cuna de las modernas Olimpíadas. Pero el entorno que la rodea es muy bonito. Colinas verdes y campo.

Resulta que el señor que estaba en su pequeño barco naranja junto al que atraqué al llegar es un griego llamado Kostas. Y resulta que Kostas perdió su ancla en una maniobra de atraque mientras yo estaba fuera. Así que le ayudé. Nos llevó dos horas bajo el achicharrante sol de las tres de la tarde encontrarla bajo las turbias aguas del puerto y entre la maraña de cabos de las otras embarcaciones.
Como agradecimiento, Kostas me invitó a comer deliciosos platos de comida típicamente griega y juntos nos tomamos unas cuantas botellas de cerveza Mythos.
Tras los Ouzos indispensables, me ofreció ir con él a su casita en el campo, cerca de Pirgos, a pasar la tarde.

Kostas vivió casi toda su vida en Suiza y estuvo casado dos veces. La primera con una china con la que tuvo a su primer hijo; la segunda con una finlandesa con la que tuvo a su hija Aurora, que en el momento en que visité su casa se encontraba allí de vacaciones, embarazada de dos meses.
Con la mujer finlandesa compraron esta casita sin electricidad ni agua corriente situada en mitad del campo y rodeada de árboles frutales cuando nació su hija, con la idea de llevar un tipo de vida alternativa, lejos de la ciudad y del consumismo, hasta que un gran incendio destruyó toda la zona y decidieron que allí ya no querían estar.
Kostas ya estaba jubilado y divorciado y vivía solo en la casita un tanto apartado de todo cuando lo conocí...

Kostas y Aurora

Después de estar un rato bebiendo y conversando en la casa atestada de trastos, entre los que se podían contar objetos tan dispares como un telescopio antiguo o una pequeña embarcación, aperos de labranza o una cocina solar, nos fuimos los tres a la playa. En estos días el calor seguía siendo sofocante, verdaderamente intolerable.
Tras la playa y el baño, nos volvimos al barco y como nos habíamos caído bien, les propuse que me acompañaran al día siguiente a navegar hasta Killini, nuestro siguiente destino, cosa que aceptaron con entusiasmo.
De modo que al día siguiente por la mañana, aparecieron en El Gaviero dispuestos a hacer las veinte millas que nos separaban de aquél puerto...
El día se presentaba magnífico, soleado, sin viento y con la mar en calma. Aurora, a pesar de tener solo veinte años estaba embarazada, de modo que con el calor y el ajetreo del barco se encontraba cansada y se echó a descansar abajo en la cabina.
Mientras tanto, avanzábamos a motor rumbo a Killini trajinándonos entre Kostas y yo una botella de vino blanco griego barato. Una botella dio paso a otra y el “capitán” Kostas acabó quedándose dormido sentado en cubierta. Demasiado vino barato...
Aurorita dormida y Kostas dormido... Bonita pareja de marineros...

Cuando el cielo empezó a nublarse y el viento a soplar y la lluvia a caer, llegamos a Killini.
Nos abarloamos al muelle ayudados por un señor de bigote  y abundante pelo blanco recogido en una coleta que, sin yo saberlo entonces, se acabaría convirtiendo en mi mejor amigo en Grecia, justo a tiempo de evitar el gran chubasco de agua y viento que se cernió sobre nosotros. Más de cuarenta nudos de viento en el puerto... ¡Glups!
Salvados por los pelos...
Poco después entró un velero con las velas rotas, otro embarrancó en la bocana del puerto y otro que estaba fondeado brincaba como un caballo loco y en cuanto pudo se marchó de allí...
De modo que, a falta de algo mejor que hacer, Kostas siguió durmiendo y Aurorita y yo nos pusimos a jugar a las cartas  mientras la lluvia caía y refrescaba el tórrido ambiente de las últimas semanas. Era agradable estar a refugio en puerto bajo el frescor de la lluvia...
Al día siguiente nos despedimos y mis amigos se volvieron a su casa. Siempre recordaré con cariño los momentos que pasé en compañía de Kostas. Como tantos otros griegos, una persona hospitalaria, amable, sencilla y cercana.

Tabernas en Katakolon



Más tarde me marché a visitar las ruinas de Olimpia y el castillo de Chlemoutsi, y los siguientes días me dediqué a hacer la NADA en este puerto, viendo atracar y desatracar a los ferries llenos de veraneantes, fumando y bebiendo cerveza Fix y ouzo en compañía del señor del bigote y el abundante pelo blanco recogido en una coleta, mi amigo Alessandro, el profesor italiano del que hablaré más adelante y con el que recorrí buena parte del Jónico.
Pero eso será en otro momento...



Flavia y Alessandro




jueves, 9 de marzo de 2017

Itaca

Itaca, 1911      Konstantin Kavafis

“Cuando salgas de viaje para Itaca,
desea que el camino sea largo,
colmado de aventuras, de experiencias colmado,
A los lestrigones y a los cíclopes,
al irascible Poseidón no temas,
pues nunca encuentros tales tendrás en tu camino,
si tu pensamiento se mantiene alto, si una exquisita
emoción te toca cuerpo y alma.
A los lestrigones y a los cíclopes,
al fiero Poseidón no encontrarás,
a no ser que los lleves ya en tu alma,
a no ser que tu alma los ponga en pie ante ti.

Desea que el camino sea largo.
Que sean muchas las mañanas estivales
en que -¡Y con qué alegre placer!-
entres en los puertos que ves por vez primera.
Detente en los mercados fenicios
para adquirir sus bellas mercancías,
madreperlas y nácares, ébanos y ámbares
y voluptuosos perfumes de todas las clases.
Todos los voluptuosos perfumes que te sean posibles.

Y vete a muchas ciudades de Egipto
y aprende, aprende de los sabios.
Mantén siempre a Itaca en tu mente.
Llegar allí es tu destino.
Pero no tengas la menor prisa en tu viaje.
Es mejor que dure muchos años
y que viejo al fin arribes a la isla,
rico por todas las ganancias de tu viaje,
sin esperar que Itaca te va a ofrecer riquezas.

Itaca te ha dado un viaje hermoso.
Sin ella no te habrías puesto en marcha.
Pero no tiene ya más que ofrecerte.
Aunque la encuentres pobre, Itaca de ti no se ha burlado.
Convertido en tan sabio, y con tanta experiencia,
ya habrás comprendido el significado de las Itacas”



En el mes de julio del año 2015, mi barco “El Gaviero” atracó en el puerto de Vathy, Itaca, cumpliendo así un sueño antiguo. El calor era sofocante y soplaban fuertes rachas de viento al atardecer. La isla se descubrió agreste y casi salvaje, pequeña y poco habitada.
Como decía Kavafis en su poema, Itaca no ofrece riquezas, pero me ofreció un viaje hermoso. Y como en el poema, comprendí que las Itacas no desaparecerán nunca mientras haya quién sueñe con emprender un viaje o una aventura. No se acabarán para mí mientras quiera seguir descubriendo lugares, personas y situaciones; mientras me siga gustando navegar sobre las olas interminables bajo el cielo protector a bordo de mi querido barco para llegar a nuevos puertos.
De todas formas, llegar a Itaca no es llegar a cualquier sitio… Y El Gaviero y yo hemos estado allí.

Kioni


Frikes


Vathy




La isla de las cabras

Jónico






Parte segunda. En el Jonico.



Jónico

El barco de vela está más cerca de la vida que el de vapor: no basta con saber a dónde quieres ir, porque la vida, al igual que la ruta del barco de vela, no consiste prácticamente más que en rodeos, causados bien por la calma chicha, bien por la tormenta.”

Carsten Jensen. “Nosotros los ahogados”.



Yo, verdad, tenía unos años más que ella. Había llegado a esa fase de la vida en que me identificaba con los personajes perversos y cínicos de los libros. No creo en la permanencia, en las relaciones que se prolongan durante siglos…

Y ella llegó con su frescura y su juventud y sus ganas de moverse y su bonito acento mexicano y juntos recorrimos las islas de este mar bajo un tórrido calor que aplastaba el ánimo y la voluntad desde Lefkada hasta Zakinthos.




Ormos Vlikho, Meganisi, Kálamos, Ítaca, Fiskardo, Sami…  Puertos y calas y fondeaderos en los que los olivos se asomaban a las pequeñas playas reflejando su verde sombra en las tranquilas aguas y los veleros se mecían perezosamente cubiertos de toldos amarrados a los troncos de los árboles de la orilla.
A la hora de la siesta las chicharras y los grillos cantaban su repetida canción que llenaba de ecos los recovecos de grutas, de salientes, de promontorios, de terrazas de tabernas a la orilla del mar… y las avispas revoloteaban sobre los platos de comida en tal cantidad que acababan formando parte del paisaje.

Taberna de George en Kálamos


                         


De los techos de caña de las tabernas pendían botellas de colores, siluetas de pescado hechas con pequeños huesos de aves, colgantes fabricados con restos de maderas y conchas arrastrados a las playas, macetitas con plantas que milagrosamente sobrevivían al sofocante calor… Un escenario repetido e inagotable de belleza sencilla y antigua, que sorprendía y cautivaba en cada una de las islas de este mar en el que las velas blancas rasgaban el azul limpísimo del cielo y el agua, impulsadas por el viento vespertino que las movía de un lugar a otro.






Las calas de Meganisi, el puerto de Kálamos con el amable George y su bonita taberna junto al mar, las empinadas carreteras de la agreste Ítaca y sus coquetos puertos de Frikes y Kiòni, Skorpios, el turístico pero encantador puerto natural de Fiskardo, la playa del naufragio de Zakinthos, las bodegas Robola en Cephalonia, la música nocturna en Sami… Tras todos estos días, una mañana de finales de julio, en el puerto de Zakinthos nos dijimos adiós.
Ana Paula se fue, me dejó con la alegría de su amistad y de haber sido mi compañía en estos primeros tiempos de descubrimiento de las islas griegas y con la tristeza de no saber si algún día nos volveríamos a encontrar…

Port Atheni, en Meganisi
    
No me sentí muy feliz aquel día y tras moverme al día siguiente a la bahía de Ormos Kerí, pasé los tres siguientes sin hacer absolutamente NADA. Bebí cerveza Mythos y bebí Ouzo, fumé, pensé y me dí cuenta de que el tiempo había cobrado una dimensión distinta para mí en este viaje. Indefinida. Incuantificable. Un limbo en el que los días se sucedían sin importar fecha del calendario, día de la semana e incluso hora del día. Mis costumbres, mis pocas cosas e incluso mis seres queridos se me antojaban a veces habitantes de otra vida paralela, distante y distinta. Siempre presentes pero ajenos por completo a mi realidad actual…


Ormos Keri

Empezaba a darme cuenta de hasta qué punto la realidad se podía difuminar cuando se pasaba mucho tiempo solo en un velero navegando por Grecia…


































sábado, 11 de febrero de 2017

Cuando fuimos más allá




En el cementerio inglés de Málaga, entre las lápidas que emergen de la tierra cubierta de desordenada vegetación, hay una que reza:

Alexander Mitchell Smith Will
Master Mariner
Born in Arbroath (Scotland) 25 october 1900
Died in Fuengirola (Málaga) 22 october 1984
Storms all weathered and life´s sea crossed

Tumba del Capitán Alexander

En ese momento de recogimiento, en aquél entorno mágico, aquél día pensé que así me gustaría ser recordado:

Germán Arias San Antonio
Capitán.
Nacido en Málaga (España) 2 de marzo 1970
Muerto en ……
Todos los temporales capeados
Y el mar de la vida cruzado





Después de Cefalú vino Milazzo, donde la paciencia se agotó, y tras coincidir brevemente con los amigos del Drap, un velero en ruta hacia las Eolias, partimos El Gaviero y yo hacia Grecia.
Nunca había tenido tantas ganas de soltar amarras. Verdaderamente no podía más. Sólo quería navegar, navegar y navegar. Y no parar hasta llegar a nuestro destino, sin importar lo que esto costara. Estaba harto de la tierra, de Sicilia, de problemas que me mantenían atrapado en puerto.
Partir. Flotar en el azul. Preocuparme del rumbo, de las velas, de hacer navegar al barco.
Sentirlo vivo de nuevo, temblando bajo el viento y sobre las olas, liberado de las amarras del pantalán… Quería llegar a Grecia. Mi sueño. Mi objetivo.

Estrecho de Messina
De modo que largamos amarras de Milazzo una mañana de cielo azul y mar en calma y ya no paré más hasta sentir el olor a tierra y recalar en la isla de Lefkada, lejos, muy lejos hacia levante.
Nos llevó tres días y tres noches llegar. Al pequeño Gaviero y a mí. Tres días y tres noches de soledad, de incertidumbre, de disfrute, de vida. De cielos inmensamente negros y cercanos, de miles de estrellas brillantes y de grandes olas oscuras de noche y azules de día. De sueño y cansancio; de sentirnos muy pequeños en la naturaleza líquida que nos envolvía con un manto de realidad aplastante, haciéndonos comprender lo efímero y lo valioso de nuestra pequeña existencia. De entender lo vital del momento presente y la magia de estar vivos…
Extrañas y nítidas voces  me hablaban por la noche, como provenientes de un barco que estuviera junto a nosotros. Tan claras como conversaciones  mantenidas con personas conocidas en tierra. Luces de colores aparecían ante mis ojos de día, entre cabezadas de sueño junto a la bitácora… Eran el cansancio y la tensión acumulados…
Ningún barco en el horizonte. Tan solo durante unas horas del segundo día, una extraña embarcación navegó a nuestro mismo rumbo y velocidad. Nos mantuvimos alerta y poco a poco se fue perdiendo en la distancia.

Es increíble cómo el olor a tierra  se percibe desde la mar. Pude oler Grecia desde mucho antes de llegar a verla. Un olor a resina de árbol, a arbusto mediterráneo, a país desconocido y anhelado.
La emoción de avistar las montañas altas de Lefkada fue sin duda una de las experiencias más intensas de mi vida. Habíamos llegado. No fue una gran hazaña, pero fue nuestra aventura. Del Gaviero y mía. Fui feliz. Había llevado mi barco a la tierra de los dioses donde comenzó todo…

Entrada a Lefkada



Regristro del Gaviero en griego

Primera mousaka recién llegado
Grecia... 
Era el inicio de otra etapa.

Atrás quedaron Scilla y Caribdis, en Messina; los remolinos amenazadores que en otros tiempos devoraban barcos; los extraños pesqueros de aquélla parte de Sicilia en busca del atún dormido; la escarpada costa de Calabria, las fuertes corrientes del mítico paso…

Germán Arias. Master  Mariner… Sonaba bien…
Quizá lo estábamos consiguiendo El Gaviero y yo…  Al fin y al cabo un capitán no es nada sin su barco…


domingo, 22 de enero de 2017

Encuentro en Cefalú




“Todos necesitan del acicate de una busca para vivir; para el viajero ese acicate reside en cualquier sueño.”  Bruce Chatwin. “En La Patagonia

Los pescadores y marineros mediterráneos se diluyen en el mar y forman parte de él desde muchos siglos atrás; se mecen en sus embarcaciones de colores indiferentes a cuanto les pasa por la proa. Nosotros, los navegantes de paso, éramos alemanes, ingleses, holandeses, unos pocos españoles, insignificantes todos para ellos. Aunque cuando pasas tiempo navegando, gradualmente te vas despegando de las naciones. Llegué a odiar las naciones.
El mar no puede reclamarse ni poseerse; es un trozo de seda azul arrastrado por los vientos, nunca sujeto a parte alguna y que desde antiguo ha recibido muchos nombres distintos. Algunos de nosotros, incluso los que teníamos hogares e hijos lejos, en otros lugares de Europa, deseábamos quitarnos la ropa de nuestros países. Es un lugar en el que reina la fe y el presente, el mar. Desaparecíamos en el paisaje compuesto de fuego y agua y abandonábamos puertos de bellos nombres: Marettimo, Cefalú, Lefkada, Itaca, Zakintos, Vonitza… ¡Qué nombres tan hermosos! Deseábamos la libertad y borrar las fronteras. Esas fueron las enseñanzas que me aportó el mar. El poder, las posesiones materiales y las preocupaciones financieras eran cosas pasajeras.
En palabras de Herodoto: “Pues las ciudades que fueron grandes en épocas pasadas han de haber perdido su importancia ahora y las que eran grandes en mi época eran pequeñas en la anterior. (…). La buena fortuna del hombre nunca permanece en el mismo lugar.”

Llegando a Cefalú
                             
 Así pues, y con estas reflexiones en mi cabeza, seguí navegando y sin piloto automático por la salvaje y a veces inhóspita costa norte de Sicilia rumbo a Cefalú. Con música y paciencia llevé el timón durante horas. Muchas horas… Durante la noche, iluminada por una imponente luna llena, me crucé con numerosas barquitas de pesca, cuyos tripulantes me saludaban al pasar; las luces de Palermo brillaban a lo lejos… Nada más perturbaba la noche, el resto de la costa estaba libre de la contaminación urbanística propia de otras zonas costeras. Tan sólo las siluetas de las altas montañas se recortaban en el negro fondo del cielo nocturno y las innumerables estrellas adornaban el escenario de esa noche perfecta.
Cefalú apareció a la vista como un lugar tentador en el que recalar. Sus casitas se esparcían junto a una redonda montaña similar a un pastel.

Fondeo
Tras luchar contra una incómoda mar de proa y liberar un plástico que se enredó en la hélice, finalmente atraqué y bajé a tierra a dar un paseo.
Las calles de Cefalú eran un hervidero de turistas, bandas de música locales recorriendo el pueblo, tiendas de souvenirs y restaurantes carísimos. Típicos balcones sicilianos cubiertos de ropa tendida entre ellos y antiguas casas de piedra daban encanto al conjunto.
Estando fondeado junto al puerto en una cala rodeada de rocas y de bonitas casas junto al mar, entre una tupida vegetación y unas pequeñas montañas con forma de castillo de cuento, de repente se acercó una pequeña embarcación tripulada por un tipo de unos cuarenta años, delgado y tostado por el sol que me grita en perfecto español: -¡Bonito barco!; -Me encantan estos barcos antiguos con forma de copa de coñac…
-Gracias, le contesto, me llamo Germán.
-Encantado, yo me llamo Alon
Le invité a subir a bordo y tomar una cerveza.

Calles de Cefalú


Alon resultó ser el patrón de un lujoso y enorme velero que se encontraba fondeado no muy lejos del Gaviero, propiedad de un rico israelí, de nombre “Bacheeva”. Tras charlar un rato, contarle que viajaba solo y sin piloto automático, me invitó a ir a cenar con  ellos y a presentarme a un joven que tenían embarcado y que quería hacer millas para obtener su título de patrón en Inglaterra.


El Gaviero atracado
                      
De modo que por la tarde una joven rubia, de ojos azules y aspecto de modelo de revista se acercó a recogerme en el chinchorro para llevarme al “Bacheeva”, un imponente velero de diseño moderno de unos treinta metros con todos los lujos y comodidades imaginables. Todos a bordo eran israelíes, excepto la rubia, que era suiza y hablaba perfecto español con acento mexicano. Una extraña reunión…
El ricachón, con cara de prestamista judío, estaba tumbado sobre unos cojines en cubierta, en bañador y camiseta. Pelo negro, nariz aguileña, ademanes pausados. No cesaba de mirar alternativamente dos teléfonos móviles y una tablet, completamente ajeno a todo lo que le rodeaba. Incluyendo la magnífica noche de verano y luna llena y a todos nosotros. Una copa de vino blanco reposaba delante de él. No abría la boca. Leonard Cohen cantaba su “Aleluya” a través de los altavoces de cubierta.
Los demás bebíamos vino blanco y fumábamos. Ron y Doron, mi futuro tripulante y un amigo del prestamista respectivamente, jugaban al ajedrez. Doron, rubio con ojos azules y una cara que con una túnica, barba y unas sandalias, habría podido pasar por uno de los doce apóstoles, era el único que bromeaba con el armador y le daba de tanto en tanto cariñosas palmaditas en el hombro. Curiosamente hablaba también perfecto español y vivía en Ibiza…
El capitán Alon y su guapa novia preparaban la cena, ponían la mesa y trataban de hacer el ambiente a bordo agradable.
Hablando con ellos (por separado), descubrí que ella estaba enamoradísima de él, pese a ser mucho más joven; supe que él estaba harto de tenerla a bordo y estaba deseando librarse de ella; que se conocieron en México y que las discusiones a bordo eran constantes, razón por la que el joven Ron quería desembarcar y venirse a navegar conmigo.
El resto de la noche transcurrió entre botellas de vino blanco italiano, extrañas conversaciones y un rico prestamista judío que miraba pantallas de móviles en lugar de mirar las estrellas a bordo de su carísimo velero de treinta metros.
Abandoné este pequeño universo flotante habitado por personas en forzada convivencia bien entrada la noche, envuelto en los vapores del vino, sin saber que volvería a encontrarlas en la isla de Vulcano y con la única certeza de haber conseguido un “piloto automático”, el amigo Ron…
Leonard Cohen seguía cantando a lo lejos su “Aleluya”…

Ron, el "piloto automático"