sábado, 6 de noviembre de 2021

Cabo de Hornos. Segunda parte


3. Cabo de Hornos


Navegando por Tierra de Fuego


Domingo 4 de marzo de 2012.

Hoy levantaremos el fondeo en Maxwell y navegaremos rumbo al cabo de Hornos. La noche ha sido tranquila, con un poco de viento y lluvia, y antes de ir a dormir estuvimos escuchando música y viendo fotos de pasadas navegaciones del Mago del Sur por Antigua, Santa Lucía, Martinica, la Antártida, Puerto Montt y muchos otros sitios más. Me dio sana envidia ver todos esos lugares y algún día me gustaría ir  a mí con mi barco... 

Así que después de desayunar levantamos el fondeo y salimos de Maxwell con lluvia, niebla y frío rumbo al sur, al sur que hay más al sur, al final de América…

No hay viento y el océano respira con la profundidad de la marejada austral, pero casi en calma. Aunque ya divisamos Hornos hace tiempo, al llegar junto a los escarpados farallones de Ras Catedral me doy cuenta de verdad de que estoy en un lugar especial, mítico y realmente simbólico para los que amamos el mar y la navegación. Navegando por aquí vienen a la mente todas las historias de marinos y barcos que durante siglos se aventuraron por la temible ruta de los “cuarenta rugientes”, muchos de los cuales nunca volvieron. El océano aquí no tiene barreras, no hay tierra que lo frene; y los vientos y las olas que éstos producen corren libres y salvajes, llegando a ser de fuerza y alturas brutales. 

Ballenas

El paso por el cabo de Hornos en los antiguos barcos a vela hacía que los hombres que lo conseguían fueran considerados como auténticos marinos y se pusieran un aro en la oreja para demostrarlo. Cuantas más veces navegado, más pendientes...

El gran cabo



El gran cabo visto desde el mar impresiona, con sus altos acantilados negros manchados de escasa vegetación de color verde claro. El tiempo está verdaderamente bueno y nos acercamos al fondeadero desde el que se accede al faro. Evidentemente, no siempre es posible bajar a tierra, solo cuando las condiciones son favorables y no con demasiada tranquilidad. De modo que en un fondo de más de veinte metros y con grandes extensiones de algas marrones flotantes llamadas cachiyuyos rodeándonos, echamos el ancla y con la embarcación auxiliar nos acercamos a la pequeña y pedregosa playa desde la que sube la pequeña escalera de madera que va a dar a la vivienda del farero.

Las vistas son espectaculares, la vegetación es escasa en la parte de arriba de la isla y la poca que hay está aplastada por el azote del viento y la nieve.

Capilla marinera

La familia del farero, que se llama Cádiz de apellido y dice que sueña con ir a visitar esa ciudad del sur de España algún día nos acoge cariñosamente; la mujer y la hija nos dan un beso.

La familia Cádiz

En la parte de arriba del faro hay toda una colección de gallardetes y banderines de los barcos que han pasado por aquí y en la de abajo está la casa del farero, acogedora y cómoda, ya que esta familia pasa aquí al menos un año, la mayor parte del tiempo en soledad y acosados por un tiempo frío e infame.

Paseamos hasta el monumento al albatros por unos pasadizos de madera que recorren parte de la isla y nos acompaña el pequeño hijo del farero Cádiz, un niño que, como es lógico, se ve necesitado de compañía y amigos con los que jugar, y que se empeña en que juguemos con él al fútbol.

Es emocionante estar aquí, y las vistas desde la isla son espectaculares, especialmente en este día soleado y de buen tiempo, algo totalmente inusual según el farero y que puede cambiar drásticamente en cualquier momento.

Tras el paseo, la hija mayor me sella el pasaporte con varios sellos preciosos de recuerdo de Hornos representando un antiguo velero y unos pingüinos magallánicos, y luego la familia nos acompaña hasta el barco y nos despedimos.

Una vez de vuelta a bordo, navegamos de nuevo hacia el norte con viento de proa tranquilamente hasta un fondeadero junto a una playa de arena, caleta Martial. El recibimiento no puede ser mejor: un grupo de seis o siete delfines nadan junto a nuestra proa y saltan sobre las tranquilas aguas mientras un perfecto arco iris  abarca desde una orilla a la otra.

Caleta Martial

El lugar y el momento son de una belleza impresionante.

Una vez fondeados, aprovechamos que llevábamos la zodiac  a remolque y bajamos a la playa. No recuerdo haber estado nunca en un lugar tan apartado y al mismo tiempo  tan bonito. Sin embargo, el invierno aquí debe ser absolutamente terrible.

Por la noche, cenamos queso roquefort, patatas y aceitunas con una cerveza para picar y luego la carne que sobró de ayer con patatas asadas y vino tinto. Luego, en el catre, estuve leyendo la biografía del gran diseñador de veleros argentino Germán Frers.

Esta mañana hemos levantado el fondeo después de desayunar y ahora vamos navegando a orejas de burro con mar de proa. Hacemos unos cuatro nudos y el Mago se balancea y cruje aquí abajo en la cabina mientras suena una maravillosa música instrumental de tango de Daniel Barembein.

Hoy echo mucho de menos a mi pequeña Ilona. Estoy disfrutando este viaje y tenía ganas de hacerlo, pero ver tan poco a mi familia en tanto tiempo se me hace un poco cuesta arriba. Además conversar con Mono se me hace un tanto difícil. En cuestiones de náutica lo sabe todo y lo que no sea como a él le gusta lo desprecia. A los veleros de fibra los llama: “esos plastiquitos”; no le funciona el radar, pero no lo piensa arreglar. En fin, un viejo lobo de mar chapado a la antigua.

Por la tarde fondeamos en Toro, en quince metros de sonda y pegados a la costa, así evitamos que los pesqueros nos molesten de madrugada, unos entrando y otros saliendo. Tomamos una cerveza mientras escuchamos a los Chalchaleros, un grupo folklórico argentino que me propongo escuchar con más calma a la vuelta. Afuera, la calma es total y resulta extremadamente relajante escuchar en la cabina a José Sarralde, un cantautor-recitador argentino que habla rimando acompañado por una guitarra. Mañana iremos a isla Picton, a visitar las ruinas de una estancia.

La noche termina con unos vinos y la relajante música de Andreas Vollenweider.

Al día siguiente me desperté muy temprano, antes de las siete. Soplaba viento y el molinillo del generador eólico no paraba de hacer ruido. También la escota de la mayor que tengo sobre mi cabeza. Ahora son las ocho y mientras me tomo un café la calma es total. Sólo se oye el chapoteo del agua y los cantos de los pájaros. Aunque, sí, también la escota de la mayor.

Pienso que uno podría perderse en estos parajes durante mucho tiempo sin echar de menos para nada la civilización. La vista se acostumbra a los vastos paisajes sin fronteras y el oído al silbido del viento y el rumor de las olas. Pero claro, estamos en verano y el invierno será otra historia.

Mono detesta los veleros de fibra y también los que están pintados de blanco. Los detesta. Aunque él lo pronuncia: “loh detecto”. ¡Qué boludo! La cena de anoche: un arroz delicioso.

Mono y sus pantalones