domingo, 16 de febrero de 2020

De viento, azul y blanco.


"Mucho después de que diera la medianoche el reloj de la cabina del piloto, en cuyo techo descansábamos, nos fuimos a dormir dándonos un "buenas noches" en donde se advertía otro acento. El acento de una cierta complicidad, de una reciente y fraterna complicidad en la que comenzaba un tramo distinto y nuevo de nuestra errancia."
Maqroll El Gaviero

Tras más de dos semanas en España con mi pequeña hija Ilona, llegó el momento de retomar el viaje. La despedida fue triste. Hubo llantos. Cierto sentimiento de culpa, tan solo atenuado por la certidumbre de estar haciendo  algo necesario para mí y probablemente beneficioso para ambos. Aunque eso solo se puede apreciar pasado el tiempo; en el momento de decir adiós solo se siente una profunda pena. Es el precio a pagar por cumplir los sueños, por salir de la zona segura y cómoda...

El caso es que allá vamos mi amigo Jesús "Lunero" y yo a saltar a bordo de la cubierta del Gaviero y asomar la nariz a las secas islas del Egeo, a impregnarnos de Grecia, de su cielo azul y sus casas blancas, de sus gentes y de sus ouzos, de sus mágicos rincones y de su Meltemi, el feroz viento estival que a buen seguro hemos de encontrar habida cuenta de las fechas en las que zarpamos..
Así que, ¡Allá vamos!

¡Listos para zarpar!

Después del viaje en avión, autobús y ferry desde Atenas, encontramos en Poros todo tal y como lo dejé. No sé si Spyros, el de la tienda de efectos navales se tomó mucho interés en cuidar el barco como me dijo, pero aunque me fui un tanto preocupado cuando lo dejé en el muelle público con dos anclas por proa, expuesto a que algún vecino ocasional y probablemente patrón de barco de chárter me las levantara, lo cierto es que solo levantaron una de ellas. La otra aguantó en su sitio y no hubo más problema.
Así que tras un breve encuentro con unos compatriotas que navegaban también por estos lares, una simpática señora andaluza con pinta de ama de casa que viajaba con su marido australiano, y Rick, patrón del "Telémaco", levamos anclas y nos pusimos a navegar rumbo a Kithnos.

Los días pasaron plácidamente en compañía de mi amigo, que dio al viaje la alegría y la compañía que necesitaba, entretenidos en lecturas, charlas acerca de los más diversos temas, cervezas y ouzos con sus correspondientes e imprescindibles "mesés" (tapa en griego), excursiones, siestas... Todo dejándonos llevar por el ritmo de las cosas, sin prisas, sin contravenir las ocultas pero sutiles y ciertas reglas ancestrales de la vida mediterránea que se nos iban desvelando con cada ouzo, con cada charla, con la contemplación calmada de cada paisaje, con cada trozo de queso feta, con cada aceituna, con cada silencio...

μεζές

Ouzo y agua fresca en la terraza de la "mamma"

Así pues, y para dejar aquí recuerdo y constancia de lo vivido, en lugar de reescribir las notas tomadas improvisadamente mientras navegábamos o paseábamos por estos lugares, intentando darles un tono más literario, en este caso voy a reproducir literalmente lo escrito durante aquéllos días pasados en Kithnos y Sérifos en el cuaderno de viaje, pues después de releerlo, encuentro que conserva toda la frescura de la inmediatez del momento y además poco más se me antoja añadir...


Sérifos, 21 de junio

Casi una semana ya desde que salimos de España. Ha pasado muy rápido. El tiempo ha sido muy bueno y hemos visitado dos de las islas Cícladas. Con Jesús, todo bien. Navegamos, comemos, bebemos y disfrutamos de la vida. El único punto negativo es que hemos llegado con cierto retraso al Egeo. Ya es la época del Meltemi, y justo en el momento en que escribo esto están soplando 25 nudos de viento en este pequeño puerto de Livada en el que recalamos, que por supuesto es gratis...
Da una gran tranquilidad tener el barco amarrado en la protección de un bonito puerto mientras ves entrar a otros barcos refugiándose del fuerte viento y maniobrando con dificultad entre proas, cadenas y pantalanes, tomándote una cerveza en la bañera y con un libro sobre las piernas...

Hace dos noches, en Chora, el pueblo-capital de Kithnos, se celebraba un acontecimiento social-religioso de la iglesia ortodoxa. En la iglesia se celebró una misa cantada, cuya música vocal era esparcida por todo el pueblo mediante altavoces estratégicamente colocados; los jóvenes se mostraban orgullosamente ataviados con sus trajes tradicionales (pantalón negro, camisa blanca y chaleco rojo), y a continuación desfilaban en procesión por las calles del pueblo con los popes barbudos, de negros atuendos y altos sombreros, portando retratos de santos..

Por la noche, en la calle, comenzaron los bailes tradicionales que alegran todas las fiestas veraniegas de los pueblos griegos, al ritmo de la música repetitiva, mágica, cadenciosa, de reminiscencias orientales y notas de violín. Todo el pueblo baila en corros, unidos por la manos. Jóvenes, viejos, niños, viajeros... en una invocación a la alegría y la celebración bajo el limpio cielo de verano.

Sentados en la terraza de un restaurante junto a la que acontecía todo esto, cenamos un cordero memorable, bebimos vino algo menos memorable y conocí a una preciosa mujer de ojos claros, piel morena y sonrisa deslumbrante con la que charlé y bailé. Nuestras miradas lo dijeron todo y nuestras manos se unieron. De repente, como cenicienta de cuento, se marchó corriendo a medianoche como quién espera una reprimenda por haberse portado mal. Me hizo pensar que volver al amor no es imposible. Se llamaba María. Nunca más volví a verla.

Fondeo en Kithnos

El mar Egeo es más azul y más salvaje que el Jónico. Las islas que lo jalonan, numerosas y cercanas entre sí (tanto que siempre hay alguna a la vista), son altas y peladas de vegetación. Secas como el viento que las azota con furia. Sus casas son blancas y sus pueblos se asientan en lo más alto, como nata sobre un pastel. Poca gente circula por sus estrechas y tortuosas calles y sus viviendas se amontonan desordenadas y coquetas con el encanto de la sencillez, adornadas con ventanas azules gastadas por el sol, macetas y piedrecitas pintadas de colores colocadas descuidadamente en el alfeizar, suelos grises con trazos blancos dibujando pájaros, mariposas y flores, iglesias blancas como la nieve con redondas cúpulas descoloridas por años y años de sol, con la puerta abierta y sus santos en penumbra.

Y en lo más alto, donde estas antiguas iglesias que han sido testigo de la Historia y han visto pasar pueblos y guerras se yerguen humildes y orgullosas, nadie. Absolutamente nadie. La soledad más absoluta. Con mayúsculas. Solo rota por la compañía fugaz de alguna lagartija o el volar de un insecto...

Y silencio. Mucho silencio. Tan solo rasgado por el sonido del viento sobre la montaña desde la que se divisan las islas hermanas...

Sencillamente hermoso.

Plaza del pueblo
Yate turco






Paseo en moto y pequeña iglesia



Iglesia apartada


Típicos dibujos en el suelo



Cine que vio tiempos mejores



Sérifos 22 de junio

Eolo sigue arrojando sobre las islas toda su furia. Sin descanso. Agitando los pocos árboles valientes, volcando sillas, vasos, haciendo aullar las jarcias de los veleros, levantando espuma de las olas, aplastando toda voluntad. Demostrando ser el dueño y señor del Egeo en los meses estivales.
Es ésta una naturaleza dura, áspera, salvaje, básica. También es una naturaleza bella en su simplicidad. Azul, blanco y marrón.
Si el navegante dispone de tiempo, es el lugar ideal para, forzado a refugio por el Meltemi, dedicarse a disfrutar de los simples placeres de la vida: dormir, leer, escribir, beber cerveza y agua fría (aquí es costumbre servir vasos de agua fría con cualquier consumición), meditar acerca de las vanas y febriles ocupaciones de los hombres, retrotraerse a un lejano pasado de héroes y mitos o simplemente gozar de existir. Mejor si es desde el cómodo sillón de la terraza de alguna "mamma" frente al puerto.

Todo se antoja lejano y difuso en estas secas islas del Egeo.

Tal y como siempre ha debido ser...


Para Jesús




Pequeña vendedora de piedras pintadas. Pocos clientes.












sábado, 15 de febrero de 2020

De Poros a las Cícladas

"Un viaje hacia un lugar desconocido te hace sentir en forma vaga que nadas en las aguas de la eternidad o que caminas sobre los sueños" 
Javier Reverte, "El sueño de África" 

Un tipo alto, delgado, vestido con anchos pantalones de colores estilo hippie, gafas de sol, pelo largo y aire distraído, fuma un cigarrillo tras otro sentado en la popa de su imponente velero azul Grand Soleil de sesenta y cinco pies de eslora. Una joya de barco junto a la que El Gaviero está atracado como un modesto patito feo...

Yo lo observo desde la terraza del bar "Yachting", donde me tomo unas cervezas heladas atendido por Constantina, la amable camarera que amablemente rehusó una y otra vez mis invitaciones a salir o a cenar conmigo. Son los dos únicos barcos que hay atracados en esta parte del puerto de Poros. El "Elenara" de George y El Gaviero. Anclas por proa, y popas mirando a las terrazas.
Era solo cuestión de tiempo, y poco, que George y yo nos hiciéramos amigos y compartiéramos cervezas y cigarrillos en nuestros barcos.

En la taberna "Karavolos", en la parte antigua y alta de Poros, con un par de jarras de vino griego, unos platillos de comida tradicional, entre los que no faltaron los típicos caracoles del lugar y tras los efusivos besos y abrazos de los dueños del restaurante, George me contó algo de su vida.
En este momento estaba ya retirado y tenía más de sesenta años, de los cuales llevaba viviendo en Grecia más de treinta. Había sido naviero, armador de barcos mercantes, y con esto había hecho su capital. Y mucho. Los dedos de las manos los tenía terriblemente deformados por la artrosis y hablaba con la seguridad en sí mismo de quien ha tenido éxito en la vida. Alguien acostumbrado a tener fortuna y a mandar. Sus ademanes, su conversación, su imponente velero...





Sin embargo, no parecía que nada de esto se le hubiera subido a la cabeza. Podrido de pasta sí, pero preocupado por la familia, el medio ambiente, los desfavorecidos... Intuí que su religiosa esposa filipina tenía mucho que ver en esto.
Me contó que durante su estancia en el hospital, cuando se encontraba entre la vida y la muerte por una enfermedad asesina, ella siempre estuvo ahí. Cuidándolo. Un tipo que cabalgaba entre lo anglosajón y lo más profundamente mediterráneo, entre la riqueza y la sencillez griega, entre la religiosidad católica filipina y...

El caso es que me gustó George y me gustó Poros, así que decidí quedarme unos días que pasaron entre cervezas, charlas, ouzos, más charlas, concentraciones de veleros tradicionales griegos y más charlas con amigos ocasionales como Alan, un escocés de ochenta años que navegaba solo en su pequeño "Capricornio", un velero de unos ocho metros de eslora, sin molinete para levar el ancla, sin nevera, sin bimini... Un auténtico entusiasta de la vida. Pelo canoso, ojos azules, deportista. De joven tuvo un velero clásico de madera de veinte metros con el que hacía cruceros familiares por el mar del Norte, aunque el continuo y costoso mantenimiento lo decidió a venderlo. Nunca ha parado de navegar, pero después de dieciocho años por Grecia pensó que ya era momento de volver a casa y dejar el Capricornio en otras manos.


El ferry en el que vino el molinete

Calles de Poros

Casitas blancas y fondeadero




La taberna de un artista












En Escocia tuvo una empresa que se dedicaba a estudiar la calidad de las aguas y la flora y fauna marinas y cómo éstas se veían afectadas por la acción humana. Era un hombre interesado por la ecología y el planeta. Compartimos algunos platos de boquerones, ensaladas y cervezas juntos en la taberna White Cat, mi favorita tanto por su ubicación como por la amistad que hice con el camarero rumano que trabajaba allí, Ilie Daniel. Un tipo educado, amable y servicial con el que también pasé agradables ratos de conversación.

Terraza de la taberna "White Cat", con el barco fondeado enfrente


En Poros fui feliz, conocí a personas serviciales y amables como Spyros, que regentaba una tienda de efectos navales en la que compré algunas cosas que necesitaba para el barco y que se encargó de vigilarlo cuando lo dejé allí unos días para viajar a España a ver a mi hija. A Aris, el conductor del camioncito cuba que suministraba gasoil a los barcos atracados en el muelle. A Marko, el viejo mecánico/electricista de esponjoso, abundante y blanco pelo, que fumaba un cigarrillo tras otro y que subió a bordo para tratar de arreglar el molinete del ancla que dejó de funcionar al intentar salir del puerto para irme a fondear fuera. Un tipo auténtico, de aspecto griego, dejadez griega y generosidad griega. Se metió en el camarote de proa donde hacía un calor sofocante, probó todas las conexiones y cables en posturas absurdamente incómodas para un hombre de su edad, sudó y se preocupó. Y finalmente, tras un largo rato emitió su veredicto: "lectrisiti"...
Nada que discutir, lo organizó todo para desmontar el molinete y enviarlo en ferry a Atenas para ser reparado. Cuando le pregunté cuánto le debía se ofendió. No discutí con él. Nos fuimos directamente a la taberna, nos reunimos con George y nos dedicamos a beber ouzos y a filosofar sobre la vida. Un auténtico griego.

Al cabo de unos días, fondeado junto a un solitario y alto noruego al que ayudé a estibar una nueva cadena para el ancla que había comprado en la tienda de Spyros y con el que mantuve alguna conversación y tomé alguna cerveza, llegó el repuesto para el molinete desde Atenas que tuve que recoger directamente en la pasarela del ferry con una caja a mi nombre, y comenzó la cuenta atrás para continuar con el viaje y poner proa a las Cícladas.
Pero antes de irme tenía que hacer una cosa más...

Todos los días en mis paseos por la ciudad, pasaba junto a un pintoresco personaje. Un artista. Pintor. Un tipo de amable aspecto que vendía cuadros pintados por él en la calle. Expuestos en la acera y enfundados en plástico transparente. Bonitos, a decir verdad.
Me acerqué, le saludé, le pregunté el precio que pedía por dos cuadros que me gustaban, regateamos un poco el precio, y le pedí por favor que le dedicara uno de ellos a mi hija Ilona, cosa que hizo puntual y gustosamente.
Ahora ya sí me podía ir de Poros contento, con los cuadros de Vasilis Poriotis bajo el brazo.. ¡Y firmados!




Cuadro del gran pintor Vasilis Poriotis


"Vivir intensamente compensa todo esfuerzo y casi todo sacrificio.

Vivir a medias ha sido siempre función y castigo de mediocres."

Rolo Díez, Una baldosa en el valle de la muerte

Desde hace muchos años siempre he llevado dos pequeñas fotos pegadas en el mamparo junto a la mesa de cartas. Una es de la virgen del Carmen, patrona de los marinos. Aunque nunca fui creyente, siempre me ha gustado conservar ciertas tradiciones. Y de todos modos es algo que he visto en casi todos los barcos en los que he navegado. Una especie de icono... Así que, ¿por qué no?

La otra es de Miguel de la Quadra-Salcedo, el aventurero, reportero, atleta, descubridor de lugares y curioso impenitente que siempre fue para mí ejemplo y motivación. Una figura importante en mi vida y de cuyo fallecimiento tuve noticia en Poros en estos días.

En la soledad de la cabina, escuchando  la música y las voces amortiguadas de gente riendo y charlando en el muelle, disfrutando de la noche griega, sentí que esa misma soledad que me ha acompañado durante gran parte de mi vida en tantas ocasiones, con la muerte de Miguel se había hecho un poco más intensa y probablemente más intolerable...