domingo, 30 de diciembre de 2018

Corinto y Sarónico


"Porque amor y pesar van de la mano en un mundo donde los cambios se suceden a la misma velocidad que el reflejo de las nubes en el espejo del mar".

Joseph Conrad


Con la emoción de saber que iba a pasar por un lugar mítico, comenzado a construir en la antigüedad y que costó cientos de años y de vidas, largué amarras y dejé por la popa esta pequeña ciudad, bonita y un tanto apartada y situada en un enclave espectacular. Andíkiron.

Faro de Andíkiron
Puerto de Andíkiron


Así que dí rumbo directamente al canal de Corinto con un tiempo fantástico y la única compañía de las ristras de medusas o lo que quiera que fueran aquéllas extrañas criaturas que llenaban las aguas de aquella parte de Grecia.

Dado que entre mi dejadez en asuntos burocráticos y la dejadez griega, que superaba con creces la mía, no había formalizado registro alguno del barco en el país, temí que a la llegada a la oficina del paso de Corinto me cayera la pesada carga de la administración con todo el peso de la ley, o sea, multa al canto. Sin embargo no tenía otra opción, de modo que al llegar al comienzo del canal llamé a Corint Traffic y solicité permiso para pasar, cosa que me fue concedida con la advertencia de hacerlo "at full speed", es decir, a todo lo que diera el barco.
Así que entré en el mítico canal de Corinto solo, sin ningún otro barco por delante ni por detrás, a toda máquina y con la esperanza de no ser multado a la salida.

El canal tiene poco más de tres millas de largo y probablemente unos treinta metros de ancho, puede que menos, de modo que cuando te encuentras navegando dentro empujado, o frenado, por la corriente, hay que ir atento al timón para no acabar incrustado en las altísimas paredes que lo forman.
Es algo espectacular, una increíble obra de ingeniería comenzada en la antigüedad romana y concluida siglos después, que costó vidas y grandes esfuerzos.
Contemplando los altos muros, las piedras, la altura de las paredes y los puentes que lo cruzan y desde los que se asoma la gente a hacer fotos a los barcos que pasan, pude imaginar difuminadas y en sombras las miles de siluetas de las personas que trabajaron y murieron aquí siglos atrás. Es algo emocionante...


Entrada al canal






Plotter

Muros seculares

Al salir del canal, atraqué en el muelle para transeúntes, altísimo, y me acerqué a la oficina para pagar las también altísimas tasas de tránsito, temiéndome lo peor. No hubo nada de eso. Un chaval simpático me pidió los papeles del barco, me cobró, charlamos un rato y se acabó. Fácil. Es una ventaja ser español en Grecia; lo noté en cuanto llegué y lo pude comprobar muchas veces en todo el tiempo que pasé allí.
Así que una vez que desatraqué y puestos a navegar, continué hasta la medianoche, momento en el que llegué a Aegina y eché el ancla en medio de la oscuridad más absoluta frente a la ciudad, antes de irme a dormir muerto de cansancio y rebosante de felicidad.

Habíamos entrado al Golfo Sarónico y al Egeo. Repasando mis notas, leo una escrita navegando de noche con letra temblorosa por el movimiento del barco y por el efecto de algunas cervezas que me tomé por el camino, que dice textualmente:


En el Egeo, 8 de mayo de 2016.

"Y El Gaviero pasó el canal de Corinto y fue feliz. Me lo dijo sin palabras. El azul del mar y del cielo nos embargaron de felicidad y seguridad. Nunca lo vi navegar tan bien, parecía estar en el sitio que le correspondía. Suave. Feliz. Azul y amarillo. Rápido y relajado. Creo que éste es nuestro lugar en el mundo..." 

Y mientras escribo esta página, recordando aquéllos días, vuelvo a pensar lo mismo. "Es nuestro lugar en el mundo".

Aegina es una pequeña ciudad portuaria, con su flota de pesqueros de bajura, su muelle para yates de recreo (atestado), sus tabernas, su pequeño mercado de pescado, sus casitas y mucha vida en verano. Muchos atenienses vienen aquí a pasar los fines de semana, pues esta isla no está lejos de la gran ciudad.


Tranquilidad
Casas en Aegina
La paz de Grecia

Aegina





















Aquí me dedico a pasear, leer un poco y pensar en las cosas de la vida. No mucho, para ser sincero. Tener tanto tiempo para pensar puede ser igualmente bueno o malo. No conozco a nadie aquí y por tanto, paso el tiempo en soledad.
En el puerto, tengo un incidente con un increíblemente inepto francés con su velero, que disponiendo de todo el espacio del mundo para atracar, acabó enganchando su ancla en la cadena de la mía y con su barco encima del Gaviero. Literalmente.
Le ayudé, le asesoré, le desenganché el ancla; tuve mucho trabajo para arreglarle la situación. ¿Y cuál fue su respuesta? Nada. Ni un tímido "perdón", ni un leve "gracias  por la ayuda".
Gente así hace que navegar pierda el encanto y la confianza en los demás que siempre debe existir. ¡Arrogante, incompetente, desagradecido bastardo!.

Tras la estancia en Aegina, largué amarras y en una navegación a motor en una mar plana bajo el sol, me duché en la bañera, escuché música, me relajé, disfruté y puse rumbo a Poros, lugar en el que acabaría pasando sin yo saberlo algunos de los mejores días de mi estancia griega y conociendo personas maravillosas...


Llegando a Poros


























domingo, 11 de noviembre de 2018

Parte tercera. Rumbo al Egeo. Golfo de Patrás.




"La seguridad es un falso dios. Estás perdido si empiezas a sacrificarle cosas".
Paul Bowles. "Cabezas verdes, manos azules"


Puente flotante de Lefkada

El mes de abril y la cercanía de la primavera nos abrieron la puerta hacia el Egeo. Atrás quedaron los días lluviosos y melancólicos, la oscuridad y el frío. Comenzaron las despedidas de los amigos hechos en Preveza y la preparación del barco para las nuevas aventuras. Revisiones de motor, colocación de velas, compra de provisiones, chapuzón en las frías aguas para limpiar la hélice convertida en una bola de mejillones, aireación de armarios y cofres… Lo normal.


Amigos en Preveza



Limpiando la hélice

Hasta que una mañana de cielo azul soltamos amarras y comenzamos a dirigirnos hacia el sur, al canal de Lefkada y al maravilloso rincón del Jónico por el que navegamos el verano anterior. .

El Gaviero volvió a fondear en las verdes aguas de Ormos Vhliko, la bahía con forma de botella rodeada de frondosas montañas, donde a la vuelta pasaríamos unos días inolvidables en el varadero de Takis, un cajón desastre náutico sobre una gabarra flotante…; volvió a pasar por Skorpios, la isla de los Onassis; por Itaca, la patria de Ulises; por la pequeña Meganisi, una joya repleta de fondeaderos, árboles, tranquilidad y avispas; lugares ya grabados en la memoria que nunca serían olvidados…

Y como primera escala en el viaje hacia el Egeo atracamos en Messolonghi, el lugar en el que encontró la muerte Lord Byron durante la guerra por la independencia de Grecia, aunque no de una manera demasiado heroica... Una pulmonía. Algo poco romántico.


Messolonghi


Hay muchos bajos en la entrada a Messolonghi y es necesario prestar atención a la sonda cuando se navega por aquéllas aguas, aunque si se sigue el canal balizado (a la griega), es decir: un palo por aquí, una caña por allá; una farola que no funciona de noche, etc…no se deben tener problemas. A ambos lados de este canal emergen palafitos que me hicieron recordar navegaciones pasadas por el Amazonas. Antiguas casas de pescadores hoy mayormente reconvertidas en casitas de vacaciones. La extraña sensación de navegar con un velero por mitad del campo…

Aparte del protegidísimo puerto, situado entre dos lagunas y marismas, como su nombre indica, ya que procede del italiano y significa "entre lagos", con una interesante comunidad de extranjeros viviendo a bordo de sus barcos, no hay mucho que ver o hacer en Messolonghi. La ciudad no es fea, aunque en el tiempo que pasamos allí no descubrimos nada verdaderamente digno de mención. Eso sí, el entorno de marismas y lagunas es de una riqueza natural notable. Y la vida es animada gracias a los jóvenes estudiantes universitarios y a la afición de los griegos a las tabernas y reuniones en la calle.

Pepe, mi querido amigo Pepe, navega conmigo desde que salimos de Preveza. Su inimitable sopa de ajo mitigó los fríos de las noches de la incipiente primavera y su compañía alegró la navegación entre chubascos al paso bajo el enorme puente de Adirríon, entre las montañas del inmenso golfo de Patrás, y la escala en la maravillosa, pequeña e idílica isla de Trizonia.



Pepe y su inigualable y reconfortante sopa de ajo

El paso por el golfo de Patrás requiere prestar una buena atención a los partes meteorológicos, ya que las altas montañas acanalan los vientos que pueden llegar a soplar con fuerza arrolladora, tal como nos sucedió en alguna ocasión, dándonos tiempo apenas a arriar las velas antes de recibir el tremendo bofetón que nos puso a navegar a palo seco a más de siete nudos en una mar blanca bajo el enorme puente que une el Peloponeso y la Grecia continental y que nos llevó en volandas hasta la tranquila e idílica isla de Trizonia.




Puente de Andírrion y chubascos




Tras navegar a palo seco a más de siete nudos en un fuerte chubasco


Trizonia

Unas berenjenas rellenas con tomate. Un plato de “gavros” (boquerones) fritos. Una jarra de vino blanco de la casa. Unos vasitos de ouzo con jarrita de agua al lado. Una camarera simpática. En una terraza al borde del muelle junto al que se mecen pequeñas e impecablemente pintadas barquitas de pesca. Bajo un toldo sobre el que cae la persistente lluvia. Después de un duro día de navegación no hay sensación más reconfortante que ésta. La tensión cede y un agradable calor invade el cuerpo…

Muy poca gente en la isla. La mayoría cruza al continente en pequeñas barcas-taxi en un trayecto que dura apenas unos minutos y la dejan sumida en la calma al atardecer.

El precio del traslado: un euro depositado directamente en la mano del patrón… Sin tique, por supuesto...



Barco hundido en Trizonia

En el pequeño y resguardado puerto de Trizonia amarra una pequeña comunidad de barcos con personalidad. Uno de ellos yace bajo el agua y sólo los inclinados mástiles sobresalen de la superficie. En la esquina de uno de los muelles languidece un antiquísimo y evocador “Tramp Steamer”, un precioso barco de cabotaje dedicado con toda probabilidad al transporte de mercancías entre las islas. Solitario, con sus chapas remachadas pintadas de blanco y sus mástiles amarillos. La pintura un tanto levantada como una piel enferma…
No es difícil imaginarse a uno mismo al mando de este barco en otros tiempos. La gorra de capitán calada hasta las cejas, la pipa en la boca, el jersey azul marino, ejerciendo el contrabando de tabaco y alcohol entre las innumerables islas de esta parte del mundo…
Es el poder evocador de algunos barcos, de los cuales Grecia está plagada.



"Tramp Steamer"


Debido a una serie de contratiempos familiares, mi amigo Pepe se tuvo que marchar. Juntos fuimos hasta Atenas en un coche de alquiler y en el camino de vuelta no pude dejar pasar la oportunidad de visitar Navpaktos, o sea, Lepanto para nosotros. Lugar de la "más alta ocasión que vieron los siglos", en palabras de Cervantes; la batalla naval librada en 1571 y que puso freno a la expansión del Imperio otomano por parte de la Santa Alianza y de la que el autor del Quijote salió herido, manco y con una escultura erigida en el coqueto y pequeño puerto de esta ciudad.

Así pues, de nuevo solo y navegando por el gran golfo de Patrás me voy acercando a Corinto y al Egeo. Las millas pasan bajo la quilla del Gaviero junto con una enorme cantidad de organismos acuáticos de extraña forma; una especie de medusas encadenadas en largas espirales parecidas a la cadena de ADN.. Muy raras y muy numerosas, flotan entre dos aguas en el azul intenso rasgado por los rayos de sol.

Nadie. Altas y escarpadas montañas en las que no se divisa ninguna edificación; bahías y promontorios; algún solitario mercante fondeado al abrigo de un cabo, delfines, pájaros, y silencio… Soledad en medio de la naturaleza. Así transcurre la navegación por el golfo, hasta que al atardecer entro en el puerto de Andíkiron y amarro en el único muelle entre viejos remolcadores y la pequeña farola verde de entrada. Al llegar, converso con un señor italiano de elegante porte y distinguido sombrero, me como unos spaghetti con marisco con una botella de vino y vuelvo al barco para dormir, soñando en traspasar al día siguiente la puerta de entrada al anhelado Egeo, el canal de Corinto.



Navegando en el golfo de Patrás






























domingo, 21 de enero de 2018

Invierno en Preveza



Preveza. Días de viento y lluvia. Mucho viento y mucha lluvia. Perros callejeros pululan por el puerto en pandilla dirigida por uno grande, de pelo blanco y sucio, ojos enrojecidos y uno de ellos medio cerrado por algún accidente. Es el jefe indiscutible. Los otros son más pequeños, desgreñados, salvajes pero educados. Apenas ladran ni se meten con nadie. Vagabundean en busca de comida con sus pelos mojados cayéndoles en mechones sobre el cuerpo. En la soledad del puerto de Preveza, su presencia se convierte en algo entrañable. Son parte del paisaje. En Grecia es algo habitual encontrarse con perros callejeros a los que la gente aprecia y cuida aunque no pertenezcan a nadie. Viven y dejan vivir. Tumbados por las calles aquí y allá…

Habitante de Preveza Marina


El puerto de Preveza es un mundo aparte. Cerca de la ciudad, al lado de ella, pero separado por un invisible muro. Nadie viene aquí, excepto algún pescador esporádico. Todo tiene un aire de dejadez y descuido, de cierto desamparo. Las oficinas de la marina están situadas en un contenedor y hay apenas una docena de barcos aquí, de los cuales sólo tres están habitados. Por las noches, se tiene la sensación de estar viviendo en un lugar apartado del mundo. Muy apartado.
La marejada penetra en este puerto y los barcos se mueven incesantemente, aún en los días de aparente calma climática. Pero el encanto del lugar es indudable. Es la sensación de libertad de estar en un sitio tranquilo donde la masificación turística aún no ha llegado.

Invierno y soledad

Atraque invernal

En las tabernas del lugar, a las que solo acuden los viejos komboloi en mano, uno puede tomarse un ouzo o medio litro de cerveza por dos euros y deleitarse por ese precio con música tradicional griega y un “mesé”, o sea una tapa de boquerones, ensalada o suvlaki, además de con la visión y compañía de hombres humildes, sencillos, sabios en su simplicidad, surcados de arrugas y con una conversación animada en esa maravillosa lengua que uno ansía comprender al oírla tan cercana y parecida a la suya…

















Sin embargo, y como ocurre en tantos otros lugares, la Preveza invernal nada tiene que ver con la Preveza veraniega. En verano, los muelles rebosan de barcos de paso; las calles se atascan con mesas y sillas de la multitud de tabernas que se apiñan en la zona cercana al puerto; hace calor y la vida nocturna es intensa. Así fue como la conocí primero, aunque ya era octubre. Pero es la estampa invernal la que quiero dejar retratada aquí.
Bar favorito

Barco abandonado


Atraque en invierno



Atraque en verano



De las personas con las que me relacioné en mi estancia de meses en Preveza, quisiera recordar a tres: Makis, el marinero, y Marina y Lars, mis amigos suecos.
Makis es una de esas personas a las que hay que querer. Amable, tranquilo, servicial, siempre sonriente y dispuesto a ayudar. Cuidó de mi barco en mi ausencia y me presentó a su novia y sus amigos con los que compartí noches de cenas y copas por Preveza en el “Vavas bar”, nuetro sitio favorito. Nunca puso objeciones a nada de lo que le pedí y llegó a traerme deliciosos platos de comida griega cocinados por su madre las veces que llegué de viaje tarde al barco y no tenía posibilidad de comprar nada debido a las innumerables huelgas que acaecían en Grecia en aquélla época. Le estaré siempre agradecido. ¡Hacen falta más Makis en los puertos del mundo!

Makis y Marina


A Lars y Marina los conocí porque eran prácticamente las únicas personas que vivían a bordo de su barco en invierno en Preveza.
Los dos eran suecos y los dos tenían menos de cincuenta años, aunque debido a unas inversiones y a un golpe de suerte se habían librado de la carga de tener que trabajar para el resto de sus vidas. De modo que pasaban su tiempo tranquilamente a bordo de su gran barco de motor, haciendo planes de navegar y vivir en distintos sitios en un futuro próximo. Eran divertidos, cariñosos, generosos y pasamos muchos ratos agradables en su compañía. Muchas de nuestras reuniones acababan con la mesa llena de botellas vacías de vino y licores entre risas…
La última vez que estuvimos juntos, cenamos en un restaurante turco y Lars y yo bromeamos acerca de la muerte, de lo corta que es la vida y de lo importante que era disfrutar cada momento.
Al día siguiente salí a navegar rumbo al Egeo y a través de una amiga común recibí la triste noticia. Lars había muerto apenas un día después de vernos por última vez…
No volví a ver a Marina hasta meses después, a la vuelta de las Cícladas. Estaba bien, aunque tenía el barco en venta y los planes de viaje se quedaron en suspenso. Sentí mucho la muerte de Lars y admiré la entereza y el buen humor de Marina dadas las circunstancias. Eran dos buenas personas.


Torre de la iglesia ortodoxa

Calle de Preveza






Vonitza

Junto a Preveza se halla un mar interior refugio de delfines y tortugas, rodeado de bosques, con alguna solitaria isla y algún que otro fondeadero escondido, y un minúsculo puerto gratuito situado bajo una montaña coronada por una imponente y preciosa fortaleza veneciana. El Amvrakikós kolpos. Navegar en aquél mar es un placer. La brisa de la tarde llena las velas y la mar no tiene lugar para levantarse. Junto al puerto hay una playa de guijarros con terrazas al borde mismo del mar. Hay poca gente, casi ningún turista, y dos tabernas en las que comer espectacular pescado y gyros pita a buen precio…
Pasé días solo en Vonitza. Leyendo en la playa y subiendo a la fortaleza donde nunca había nadie y donde el silencio era casi absoluto, solo roto por el silbido leve del viento y el aletear de los grillos. Un manto de agujas marrones de los pinos tapizaba cada rincón del suelo y los antiguos muros de piedra se asomaban desde hacía siglos melancólicamente a este tranquilo mar escenario de los vaivenes de la Historia.
Por las tardes, sentado en una de las mesas de mi taberna favorita al borde del mar, tomaba un plato de frescos y deliciosos boquerones fritos, dos botellas de cerveza Fix, dos ouzos, y veía ponerse el sol tras los muros venecianos, mientras la noche estival invadía el mar frente a mí y pensaba en lo maravillosa que puede ser la vida a veces…

Vonitza

Taberna favorita

Playa











domingo, 14 de enero de 2018

Autobuses de Grecia. La tos.


"Algo me decía que no todo podría continuar dentro de esa normalidad tan parecida a lo que siempre he rechazado como una de las más notorias antesalas de la muerte: los días transcurriendo por cauces regulares, en donde toda sorpresa ha sido descartada de antemano."

Maqroll el Gaviero. Amirbar.


Autobús de Atenas a Preveza. Un trayecto ya recorrido unas cuantas veces. Recién llegado del aeropuerto a la estación de autobuses, lo cojo "in extremis", corriendo, y me preparo para un viaje de cinco horas que, sin yo saberlo, se acabarían convirtiendo en ocho gracias a la huelga general convocada en el país que mantenía gran parte de las carreteras cortadas.
Casi todos los asientos junto a las ventanas están ocupados a excepción de uno en la parte de atrás del autobús, en la que entre la oscuridad reinante, se dejan entrever los rostros de un grupito de tres o cuatro negros de imperturbable aspecto. Uno de ellos va abrigado como si estuviera en plena calle, con un gabán marrón de cuadros. Es gordito y con la cara redonda. Otro de los que puedo ver en el instante previo a sentarme tiene el preocupante porte de pirata somalí, ojos expectantes de inescrutable expresión y rostro en extremo delgado.
Hasta aquí, a pesar del indescifrable olor del autobús, bien.
Me siento y espero que arranquemos cuanto antes para, cuanto antes también, llegar a mi querido barco.
Es en este momento cuando comienza todo. La tos...
Una tos seca, profunda, procedente de las más recónditas cavidades de los pulmones del negro que tengo sentado justo detrás, el gordito. Por el sonido, deduzco que nada se interpone entre la boca del tosiente y mi cabeza, a menos de un metro delante, y me empieza a asaltar una creciente preocupación acerca del tipo de enfermedad que produce dicha monótona, persistente, inagotable tos. Imagino millones de microbios procedentes del África profunda, de esos que postran en cama en agonizante estampa a sendos millones de habitantes del continente negro. Ya veo los titulares: "Una epidemia de una enfermedad hasta ahora desconocida arrasa Europa. Se cree que todo pudo comenzar en un autobús en Grecia"...  Yo me encuentro aislado en un hospital con los ojos adornados con profundas ojeras, la cara macilenta y veinte kilos menos. Todo el que se acerca a mí lo hace protegido por un traje de goma con capucha, guantes y mascarilla.
En ese momento habrá transcurrido una media hora de tos. Decido cambiarme de asiento aunque tenga que ser de pasillo y con otra persona al lado.
Y de pronto, sin previo aviso y como si me hubiera leído el pensamiento, el negro deja de toser. Aguardo un momento y nada. Silencio. Silence. Se acabó la tos. Bueno, quizá pensé mal sin motivo. Menos mal.. No estaba dispuesto a aguantar la situación ni un minuto más..
Ya tranquilo, me recuesto en mi asiento con la intención de dormir un poco cuando... ¡Vuelve la tos!.
No habían pasado ni dos minutos y ya estamos otra vez. Pero... Un momento...
Si. Es la misma tos seca, cavernosa, incesante, repetitiva (una tos cada dos o tres segundos). Una tos verdaderamente nefasta, augurio de los más terribles males
Sin embargo, esta vez no procede del gordito del abrigo marrón a cuadros que se sienta justo detrás mío. Es verdaderamente asombroso, increíble. Como si con una coordinación estudiada se hubieran pasado el testigo escrupulosamente, es ahora el pirata somalí quién tose.
No lo puedo creer. La misma tos, igual de desesperante y preocupante y cansina y fea y agobiante.
No puedo más...
Tras otros diez minutos con los nervios destrozados, cojo mis cosas y me cambio de asiento. Esta vez tengo al lado a un señor vestido con tonos negros y grises con pinta de pakistaní. Al menos él no tose, pienso.
Me acomodo en el asiento y en el silencio del autobús agudizo el oído para disfrutar de la lejanía de las malditas toses. Por fin a salvo...
Un minuto, dos, cinco, diez... ¡Nada! Silencio absoluto allí a popa. Vuelvo la cabeza y los miro en la distancia. Sé que están ahí porque veo el blanco de sus ojos, impasibles. Esos malditos ya no tosen. Nada. Ni una sola vez. Ni una tosecilla. Ni el pirata somalí ni el Tío Tom.
"Me la han jugado bien, pienso.."
El autobús serpentea a velocidad de tortuga por sinuosas carreteras en medio de una oscuridad desoladora. Estoy enfermo, me duele todo el cuerpo; la cabeza me va a estallar y noto un picor extraño en la garganta..
La tortura termina pasada la una de la madrugada después de haber estado viajando desde la cinco de la tarde..
Al menos, ver a mi barco sano y salvo después de más de tres meses me devuelve al ánimo.. Un sopa caliente y la comodidad de la cama en el camarote de proa me sumergen en un profundo sueño y las toses desaparecen lejanas  en la calma de la noche...


Atraque invernal


Preveza Marina