domingo, 21 de enero de 2018

Invierno en Preveza



Preveza. Días de viento y lluvia. Mucho viento y mucha lluvia. Perros callejeros pululan por el puerto en pandilla dirigida por uno grande, de pelo blanco y sucio, ojos enrojecidos y uno de ellos medio cerrado por algún accidente. Es el jefe indiscutible. Los otros son más pequeños, desgreñados, salvajes pero educados. Apenas ladran ni se meten con nadie. Vagabundean en busca de comida con sus pelos mojados cayéndoles en mechones sobre el cuerpo. En la soledad del puerto de Preveza, su presencia se convierte en algo entrañable. Son parte del paisaje. En Grecia es algo habitual encontrarse con perros callejeros a los que la gente aprecia y cuida aunque no pertenezcan a nadie. Viven y dejan vivir. Tumbados por las calles aquí y allá…

Habitante de Preveza Marina


El puerto de Preveza es un mundo aparte. Cerca de la ciudad, al lado de ella, pero separado por un invisible muro. Nadie viene aquí, excepto algún pescador esporádico. Todo tiene un aire de dejadez y descuido, de cierto desamparo. Las oficinas de la marina están situadas en un contenedor y hay apenas una docena de barcos aquí, de los cuales sólo tres están habitados. Por las noches, se tiene la sensación de estar viviendo en un lugar apartado del mundo. Muy apartado.
La marejada penetra en este puerto y los barcos se mueven incesantemente, aún en los días de aparente calma climática. Pero el encanto del lugar es indudable. Es la sensación de libertad de estar en un sitio tranquilo donde la masificación turística aún no ha llegado.

Invierno y soledad

Atraque invernal

En las tabernas del lugar, a las que solo acuden los viejos komboloi en mano, uno puede tomarse un ouzo o medio litro de cerveza por dos euros y deleitarse por ese precio con música tradicional griega y un “mesé”, o sea una tapa de boquerones, ensalada o suvlaki, además de con la visión y compañía de hombres humildes, sencillos, sabios en su simplicidad, surcados de arrugas y con una conversación animada en esa maravillosa lengua que uno ansía comprender al oírla tan cercana y parecida a la suya…

















Sin embargo, y como ocurre en tantos otros lugares, la Preveza invernal nada tiene que ver con la Preveza veraniega. En verano, los muelles rebosan de barcos de paso; las calles se atascan con mesas y sillas de la multitud de tabernas que se apiñan en la zona cercana al puerto; hace calor y la vida nocturna es intensa. Así fue como la conocí primero, aunque ya era octubre. Pero es la estampa invernal la que quiero dejar retratada aquí.
Bar favorito

Barco abandonado


Atraque en invierno



Atraque en verano



De las personas con las que me relacioné en mi estancia de meses en Preveza, quisiera recordar a tres: Makis, el marinero, y Marina y Lars, mis amigos suecos.
Makis es una de esas personas a las que hay que querer. Amable, tranquilo, servicial, siempre sonriente y dispuesto a ayudar. Cuidó de mi barco en mi ausencia y me presentó a su novia y sus amigos con los que compartí noches de cenas y copas por Preveza en el “Vavas bar”, nuetro sitio favorito. Nunca puso objeciones a nada de lo que le pedí y llegó a traerme deliciosos platos de comida griega cocinados por su madre las veces que llegué de viaje tarde al barco y no tenía posibilidad de comprar nada debido a las innumerables huelgas que acaecían en Grecia en aquélla época. Le estaré siempre agradecido. ¡Hacen falta más Makis en los puertos del mundo!

Makis y Marina


A Lars y Marina los conocí porque eran prácticamente las únicas personas que vivían a bordo de su barco en invierno en Preveza.
Los dos eran suecos y los dos tenían menos de cincuenta años, aunque debido a unas inversiones y a un golpe de suerte se habían librado de la carga de tener que trabajar para el resto de sus vidas. De modo que pasaban su tiempo tranquilamente a bordo de su gran barco de motor, haciendo planes de navegar y vivir en distintos sitios en un futuro próximo. Eran divertidos, cariñosos, generosos y pasamos muchos ratos agradables en su compañía. Muchas de nuestras reuniones acababan con la mesa llena de botellas vacías de vino y licores entre risas…
La última vez que estuvimos juntos, cenamos en un restaurante turco y Lars y yo bromeamos acerca de la muerte, de lo corta que es la vida y de lo importante que era disfrutar cada momento.
Al día siguiente salí a navegar rumbo al Egeo y a través de una amiga común recibí la triste noticia. Lars había muerto apenas un día después de vernos por última vez…
No volví a ver a Marina hasta meses después, a la vuelta de las Cícladas. Estaba bien, aunque tenía el barco en venta y los planes de viaje se quedaron en suspenso. Sentí mucho la muerte de Lars y admiré la entereza y el buen humor de Marina dadas las circunstancias. Eran dos buenas personas.


Torre de la iglesia ortodoxa

Calle de Preveza






Vonitza

Junto a Preveza se halla un mar interior refugio de delfines y tortugas, rodeado de bosques, con alguna solitaria isla y algún que otro fondeadero escondido, y un minúsculo puerto gratuito situado bajo una montaña coronada por una imponente y preciosa fortaleza veneciana. El Amvrakikós kolpos. Navegar en aquél mar es un placer. La brisa de la tarde llena las velas y la mar no tiene lugar para levantarse. Junto al puerto hay una playa de guijarros con terrazas al borde mismo del mar. Hay poca gente, casi ningún turista, y dos tabernas en las que comer espectacular pescado y gyros pita a buen precio…
Pasé días solo en Vonitza. Leyendo en la playa y subiendo a la fortaleza donde nunca había nadie y donde el silencio era casi absoluto, solo roto por el silbido leve del viento y el aletear de los grillos. Un manto de agujas marrones de los pinos tapizaba cada rincón del suelo y los antiguos muros de piedra se asomaban desde hacía siglos melancólicamente a este tranquilo mar escenario de los vaivenes de la Historia.
Por las tardes, sentado en una de las mesas de mi taberna favorita al borde del mar, tomaba un plato de frescos y deliciosos boquerones fritos, dos botellas de cerveza Fix, dos ouzos, y veía ponerse el sol tras los muros venecianos, mientras la noche estival invadía el mar frente a mí y pensaba en lo maravillosa que puede ser la vida a veces…

Vonitza

Taberna favorita

Playa











domingo, 14 de enero de 2018

Autobuses de Grecia. La tos.


"Algo me decía que no todo podría continuar dentro de esa normalidad tan parecida a lo que siempre he rechazado como una de las más notorias antesalas de la muerte: los días transcurriendo por cauces regulares, en donde toda sorpresa ha sido descartada de antemano."

Maqroll el Gaviero. Amirbar.


Autobús de Atenas a Preveza. Un trayecto ya recorrido unas cuantas veces. Recién llegado del aeropuerto a la estación de autobuses, lo cojo "in extremis", corriendo, y me preparo para un viaje de cinco horas que, sin yo saberlo, se acabarían convirtiendo en ocho gracias a la huelga general convocada en el país que mantenía gran parte de las carreteras cortadas.
Casi todos los asientos junto a las ventanas están ocupados a excepción de uno en la parte de atrás del autobús, en la que entre la oscuridad reinante, se dejan entrever los rostros de un grupito de tres o cuatro negros de imperturbable aspecto. Uno de ellos va abrigado como si estuviera en plena calle, con un gabán marrón de cuadros. Es gordito y con la cara redonda. Otro de los que puedo ver en el instante previo a sentarme tiene el preocupante porte de pirata somalí, ojos expectantes de inescrutable expresión y rostro en extremo delgado.
Hasta aquí, a pesar del indescifrable olor del autobús, bien.
Me siento y espero que arranquemos cuanto antes para, cuanto antes también, llegar a mi querido barco.
Es en este momento cuando comienza todo. La tos...
Una tos seca, profunda, procedente de las más recónditas cavidades de los pulmones del negro que tengo sentado justo detrás, el gordito. Por el sonido, deduzco que nada se interpone entre la boca del tosiente y mi cabeza, a menos de un metro delante, y me empieza a asaltar una creciente preocupación acerca del tipo de enfermedad que produce dicha monótona, persistente, inagotable tos. Imagino millones de microbios procedentes del África profunda, de esos que postran en cama en agonizante estampa a sendos millones de habitantes del continente negro. Ya veo los titulares: "Una epidemia de una enfermedad hasta ahora desconocida arrasa Europa. Se cree que todo pudo comenzar en un autobús en Grecia"...  Yo me encuentro aislado en un hospital con los ojos adornados con profundas ojeras, la cara macilenta y veinte kilos menos. Todo el que se acerca a mí lo hace protegido por un traje de goma con capucha, guantes y mascarilla.
En ese momento habrá transcurrido una media hora de tos. Decido cambiarme de asiento aunque tenga que ser de pasillo y con otra persona al lado.
Y de pronto, sin previo aviso y como si me hubiera leído el pensamiento, el negro deja de toser. Aguardo un momento y nada. Silencio. Silence. Se acabó la tos. Bueno, quizá pensé mal sin motivo. Menos mal.. No estaba dispuesto a aguantar la situación ni un minuto más..
Ya tranquilo, me recuesto en mi asiento con la intención de dormir un poco cuando... ¡Vuelve la tos!.
No habían pasado ni dos minutos y ya estamos otra vez. Pero... Un momento...
Si. Es la misma tos seca, cavernosa, incesante, repetitiva (una tos cada dos o tres segundos). Una tos verdaderamente nefasta, augurio de los más terribles males
Sin embargo, esta vez no procede del gordito del abrigo marrón a cuadros que se sienta justo detrás mío. Es verdaderamente asombroso, increíble. Como si con una coordinación estudiada se hubieran pasado el testigo escrupulosamente, es ahora el pirata somalí quién tose.
No lo puedo creer. La misma tos, igual de desesperante y preocupante y cansina y fea y agobiante.
No puedo más...
Tras otros diez minutos con los nervios destrozados, cojo mis cosas y me cambio de asiento. Esta vez tengo al lado a un señor vestido con tonos negros y grises con pinta de pakistaní. Al menos él no tose, pienso.
Me acomodo en el asiento y en el silencio del autobús agudizo el oído para disfrutar de la lejanía de las malditas toses. Por fin a salvo...
Un minuto, dos, cinco, diez... ¡Nada! Silencio absoluto allí a popa. Vuelvo la cabeza y los miro en la distancia. Sé que están ahí porque veo el blanco de sus ojos, impasibles. Esos malditos ya no tosen. Nada. Ni una sola vez. Ni una tosecilla. Ni el pirata somalí ni el Tío Tom.
"Me la han jugado bien, pienso.."
El autobús serpentea a velocidad de tortuga por sinuosas carreteras en medio de una oscuridad desoladora. Estoy enfermo, me duele todo el cuerpo; la cabeza me va a estallar y noto un picor extraño en la garganta..
La tortura termina pasada la una de la madrugada después de haber estado viajando desde la cinco de la tarde..
Al menos, ver a mi barco sano y salvo después de más de tres meses me devuelve al ánimo.. Un sopa caliente y la comodidad de la cama en el camarote de proa me sumergen en un profundo sueño y las toses desaparecen lejanas  en la calma de la noche...


Atraque invernal


Preveza Marina