"En una verdadera noche oscura del alma siempre son las tres de la mañana"
Scott Fitzgerald
-Sí, un poco, contestó el chico.
Habían zarpado al atardecer, y de eso ya hacía unas cuantas horas; el viento les empujaba por popa desde poniente y la mar había ido creciendo conforme se alejaban de la costa, al tiempo que la oscuridad había ido ganando terreno al cielo encapotado de nubes bajas, envolviendo al velero en el limbo atemporal que es la noche en la mar.
-¿A ti no te gusta mucho hablar, no?
-Bueno, a veces hablo. Otras veces no...
-Y hoy no es uno de tus días buenos, dijo el patrón.
-Estoy bien.
-¿Quieres un cigarrillo?, le dijo cuando sacó la cajetilla de Camel y se encendió uno en el hueco de la mano, tapándolo con su cuerpo encorvado.
- No me gusta el tabaco.
-OK. No te daré más la lata. Si no quieres hablar, por mí está bien. Los otros están todos abajo en la cabina, mareados como piojos. ¿Pero tú has navegado antes, no?
-Mi padre tiene un barco. Lo trajimos de Grecia.
-¡Vaya! Entonces tenemos aquí a todo un navegante...
No hubo repuesta al último intento de continuar la conversación. El chico permaneció callado, sentado en una esquina de los bancos de la bañera, escrutando desde sus gafas de buen estudiante la negrísima oscuridad de la noche que se iba tornando tormentosa. Una de esas noches de vacío absoluto, que te hacen sentir como envuelto en una tela opaca rasgada solo de tanto en tanto por los latigazos restallantes de los relámpagos.
Apenas se veían las caras, iluminadas tenuemente por la luz de la bitácora. Las brasas del cigarrillo que se consumía rápidamente salían volando tras cada calada; pequeñas chispas rojas que se apagaban casi al instante. El viento continuaba subiendo preocupantemente y el patrón trataba inútilmente de vislumbrar la luz del faro del islote en el que había planeado fondear a sotavento, aguzando la vista y tratando de penetrar la lluvia y la oscuridad.
-"Esto de mirar y no ver las cosas no es algo razonable", pensó. Siempre le parecía el comienzo de algo malo, aunque sabía que había veces en las que no sólo se podía "mirar" con los ojos. Como marino experimentado podía interpretar las señales, las sutiles señas y guiños que la naturaleza mostraba, y aquélla noche las señales empezaban a no ser buenas... La sensación de cabalgar desbocado hacia la oscuridad en mitad de una tormenta y sin ver todavía los destellos del faro donde deberían aparecer empezó a resultarle preocupante.
Mientras tanto, el joven aspirante a patrón con aspecto de ratoncito de biblioteca, al que le asomaban los mechones del flequillo pegados a la frente como pequeñas algas de aprendiz de Poseidón bajo la capucha del chubasquero, continuaba inmóvil y silencioso como un fantasma.
-Ni se te ocurra moverte de ahí si no quieres bajar a la cabina, ni mucho menos te sueltes el arnés del chaleco salvavidas, y avísame si quieres algo, ¿entendido?
-Si...
-¡Jodido tipo raro para tenerlo como compañero de guardia!, masculló entre dientes mientras se asomaba sobre la capota en otro intento inútil de ver algo por proa.
- ¡Voy a bajar un segundo a calentarme un poco de "grooog"!, le dijo, girando la cabeza y gritando contra el viento, con las manos frías ahuecadas en tormo a la boca. ¡Ya lo tengo hecho, lo caliento y subooo! Solo será un segundo. ¿Quieres que te suba algooo?
-No...
-Está bieen. Aunque no te vendría mal tomar algo calienteee. Quédate quieto y no toques nadaaa. Y sobre todo, no te muevas de donde estás, ahora es peligroso de verdad, ¿entiendeees?
-Si...
-¡Pinche pendejo con sangre de horchata!, pensó mientras retiraba la lona que cubría la escotilla y bajaba la escala hacia la cámara.
Al entrar abajo, el panorama era poco alentador. Calor impregnado de humedad, el indescifrable olor mezcla de miedo y mareo de un grupo de personas hechas ovillos en el suelo, en los catres, en el sofá de la cámara; los ruidos de todo tipo de objetos entrechocando entre sí, los crujidos de las maderas con cada bandazo, las luces atenuadas de aparatos de navegación con dígitos en rojo. Nada fuera de lo normal dadas las circunstancias...
El anticipo de la sensación de bienestar que le proporcionaba la bebida caliente, encendió los ánimos del patrón, que ya se preparaba para las horas duras que sabía le quedaban por delante.
Le había enseñado a hacerla su amigo Jaime el cocinero, un tipo capaz de preparar cualquier manjar sin importar lo más mínimo las condiciones de navegación; imperturbable ante los más violentos bandazos y cabezadas, como nacido para hacer eso y ninguna otra cosa, siempre sonriente y de excelente humor...
Con el recuerdo de su amigo en la cabeza y una sonrisa en los labios, calentó la mezcla de ron moreno, agua, clavo y azúcar, la añadió a su muy manchada por el uso taza de café y se dispuso a salir de nuevo a cubierta.
El escenario no había cambiado para mejor: las olas eran más altas, el viento aullaba más fuerte, la oscuridad era más brutal... El pinche pendejo con sangre de horchata continuaba en su sitio, imperturbable. Como un elemento más del barco. Sin abrir la boca. Un punto inquietante...
- Voy a asomarme un poco a proa, a ver si distingo alguna luz, dijo el patrón sin ninguna esperanza ya de obtener respuesta, casi hablándose a sí mismo para darse compañía...
Nada. Solo la espuma del mar saltando estrepitosamente por las amuras. El único tono luminoso junto con los amenazadores relámpagos. Unos por arriba y otro por abajo, recordando que aún el velero estaba en este mundo y no había sido abducido a otro fantasmal y vacío. Hasta que de pronto...
-¿Qué demonios es eso?...
Una enorme esfera color verde fluorescente apareció frente al barco, a unos cien metros por la proa y unos cincuenta sobre la superficie del mar. Como una luna llena espectral y misteriosa, quieta durante unos segundos y luego descendiendo lentamente ante los ojos de perplejo patrón, que no entendía nada de lo que estaba viendo... Hasta que, tal como apareció, desapareció bajo el mar.
-¿Lo has visto? Gritó volviendo la cabeza hacia el lugar de donde no se había movido en toda la travesía el pequeño ratón de biblioteca silencioso.
Y como si uno de los rayos que rompían el cielo nocturno a intervalos le hubiera caído encima directamente, sintió el terror fulminante de comprobar que el pinche ratón ya no estaba en su sitio.
Corrió rápidamente a maniobrar para poner el barco a la capa, en un intento de pararlo y tratar de localizar al chico, bajó de un salto a la cabina gritando a la tripulación que buscaran por todos los rincones y que algunos salieran a cubierta inmediatamente con los chalecos puestos y todos los focos y linternas que pudieran encontrar, arrancó el motor y puso el barco a navegar contra las olas, al rumbo opuesto al que traían hasta hacía tan solo un momento.
Nada.
Ni rastro del pequeño y desobediente aprendiz de ratón navegante...
Una angustia sorda comenzó a surgirle del pecho y acabó agolpada en sus ojos en unas incipientes lágrimas de dolor. No iba a ser posible sobrevivir en una mar como aquella en una noche como aquella si había caído por la borda. No cabía esperar sino un milagro. Y sabía que de esos pasaban pocos.
Dieron vueltas y más vueltas, gritaron, alumbraron con todas las luces que tenían a su alcance...
Nada...
Mientras ordenó a los tripulantes seguir buscando, decidió bajar de nuevo a la cabina. Revisó todos los rincones de proa a popa, levantó mantas, equipajes, encendió todas las luces, abrió puertas y tambuchos, hasta que en uno de los camarotes de popa, al fondo, semioculto tras un montón de mochilas y sacos de dormir, asomaron unos pelos tiesos de ratón, y unos ojos negros y redondos tras unas gafas de montura plateada lo miraron con una mezcla de cansancio y terror.
Se sucedieron gritos, insultos, abrazos flojera de piernas, cansancio infinito, odio visceral a los barcos, al mar, a las esferas de color verde fluorescente que aparecían de la nada y desaparecían como habían llegado, al viento, a los rayos, al movimiento desbocado, al olor a humanidad en la cabina, a los aprendices de navegantes que caen por la borda (o no), a los faros que no mostraban sus destellos...
Dio orden de poner rumbo a tierra a motor y vela, y el velero comenzó a abrirse camino contra las olas que saltaban por proa y llegaban hasta popa, empapándolo todo, incluido el patrón. No se habló más del asunto, de ninguno de los dos, en toda la travesía y al romper el alba, las luces de la bocana y las aguas tranquilas del puerto recibieron al barco y a su tripulación.
Tras las despedidas, los abrazos, los agradecimientos, los tripulantes se marcharon. El patrón se quedó solo a bordo ordenando y baldeando el barco para limpiar el salitre que había llegado hasta la perilla del mástil, mientras algunas canas más habían comenzado a adornar su cabeza, las ojeras oscurecían sus enrojecidos ojos, la piel de su cara brillaba por el frío y el insomnio y el salitre y el calor, y todo su cuerpo dolía de cansancio.
Luego bajó a la camareta, se preparó un negroni, encendió un camel y flotando en la quietud de las aguas del puerto, oyendo las voces de los tripulantes de los barcos vecinos que llegaban para una jornada de regatas, pensó:
-¡Qué diablos! No hay nada como una navegación dura, ver una esfera misteriosa en mitad del mar, casi perder un ratoncito travieso y llegar a puerto sano y salvo para poder contarlo y sentirte más vivo de lo que te has sentido nunca...
Y así, con el efecto del negroni y el cansancio narcótico, cayó en un profundo sueño que lo llevó a zarpar de nuevo rumbo a otras singladuras.