"Todo esto es absurdo y nunca acabaré de saber por qué razón me embarqué en esta empresa. Siempre ocurre lo mismo al comienzo de los viajes. Después llega la indiferencia bienhechora que todo lo subsana. La espero con ansiedad."
Maqroll el Gaviero. "La nieve del almirante"
Maqroll el Gaviero. "La nieve del almirante"
Paxos
El calor veraniego empezaba a dar
paso al templado otoño. Algunos días, la lluvia comenzaba a hacer brillar las
verdes hojas de los árboles y a humedecer la tierra, impregnando el ambiente de
frescos olores a vegetación. Tras la lluvia, el cielo quedaba de un color aún
más azul de lo habitual. Se convertía en un cielo tan limpio, tan transparente,
que hacía que todo lo que mirabas pareciera que había sido recién creado y
visto por ti por vez primera.
Y una de esas lluvias
purificadoras nos recibió echando el ancla en la pequeña isla de Paxos, tan
pegado al muelle que casi podía llegar caminando a las mesitas de la taberna
que tenía enfrente, y con tan sólo medio metro de agua bajo la quilla...
Lakka |
Paxos |
Lakka, el puerto, estaba al fondo
de una pequeña ensenada, rodeada de altas montañas cubiertas de árboles y
senderos de tierra por los que perderse en el silencio y la contemplación de
las vistas al mar.
Desafortunadamente, la botella de
Retsina se terminó. La de ouzo también. Había que bajar a tierra...
La noche terminó en un solitario
y apartado bar al borde de cuya terraza se mecían amarradas pequeñas y
coloridas barquitas de pesca, hablando con un solitario y taciturno capitán
mercante griego que insistía en invitarme a una copa tras otra de ouzo.
Hacía fresco. Yo estaba en
pantalón corto y camiseta. Descalzo.
Él llevaba chubasquero azul y
gorra marinera también azul. Hablaba poco. Ambos mirábamos con turbios ojos a
las coloridas barquitas que se mecían a nuestros pies amarradas a la terracita
de la taberna, sentados a ambos lados de la mesa.
Sentí una nostalgia
reconfortante, de ésas que se disfrutan. Uno de esos momentos en los que todo
carece de importancia. Un viaje a los orígenes de todo. Me vacié para volver a
empezar...
A la mañana siguiente, me
desperté con el sol entrando a raudales por la escotilla sin saber muy bien
dónde estaba ni mucho menos cómo me las arreglé para volver al barco.
Corfú
Cuando uno navega por el canal
que discurre entre la isla de Corfú y la costa de la Grecia continental, intuye
que algo mágico va a pasar. Sobre todo, si por azar algún libro de los hermanos
Durrell ha caído en sus manos previamente.
Y cuando desde el mar, uno divisa
allá en lo alto la fortaleza que se erige impresionante sobre un acantilado,
flanqueada por un museo situado en un edificio que recuerda al Partenón por un
lado, y por un alto reloj por el otro, no puede evitar sentirse embargado por
la emoción.
Fortaleza veneciana |
El club náutico NAOK se encuentra
a los pies de la ciudad, bajo la fortaleza que se divisa desde el mar. No es un
puerto que ofrezca buen resguardo, y en él los barcos siempre se mueven con la
mar de fondo que entra. Pero si el viento sopla del sur y pasa de fuerza
cuatro, hay que marcharse de allí, pues se convierte en un lugar peligroso.
Sin embargo, la hospitalidad del
“harbour master” y de la señora encargada del pequeño bar situado dentro de
este puerto compensan la incomodidad de los continuos tirones de los cabos de
amarre.
También el hecho de que solo con
subir unas escaleras te ves de golpe en un precioso parque que, como una
alfombra, se extiende a los pies de uno de los lugares emblemáticos y más
concurridos de la ciudad: el Listón.
En el parque y como herencia de
la prolongada estancia británica en la isla, se juega al criquet. Un deporte
que evidentemente desentona de manera ostensible en un isla mediterránea. O más
bien, debería decir en una isla griega como Corfú.
En el Listón, una sucesión de
cafeterías, bares y restaurantes albergan a turistas, viajeros y corfiotas que
se dedican a tomar el omnipresente café griego y a ver pasar a la gente que
pasea incesantemente por esta zona de la ciudad.
En Corfú, no hay más que dejarse
llevar y perderse por sus calles para disfrutar de los antiguos y desconchados
edificios de aire clásico y corte veneciano, de los soportales que albergan
infinidad de tiendecitas y bares, de las plazas animadas con niños jugando y
mayores conversando en la maravillosa lengua griega, incomprensible pero tan
cercana en su música que uno tiene la impresión de poder entenderla como si
fuera la suya.
Al atardecer, yendo hacia el
náutico al que se accede por un antiguo arco con escudo de piedra desde la
antigua fortaleza veneciana (no he visto jamás un acceso a un pequeño puerto
más bonito e impresionante que éste), paso junto al conservatorio de música
situado en un majestuoso edificio situado dentro de la fortaleza. Enormes
ventanales abiertos de par en par dejan fluir la música de un piano de cola que
se esparce por la soledad antigua de estas murallas. Una mujer canta un aria de
ópera. Al fondo, los barcos de vela se recortan en la sombra que proyectan los
oscuros muros de la ciudadela.
Me quedé extasiado en este
momento de una belleza sencillamente irrepetible..
Museo |
Edificio del conservatorio |
Faro |
Mon Repos, un remanso de paz en la ciudad |
En los días siguientes, una moto
me llevó por las carreteras de esta isla repleta de sorpresas y lugares mágicos
que visité en soledad, emocionándome y asombrándome a cada momento con el
encanto inigualable de este rincón del Jónico...