“Toda la vida he emprendido esa
clase de aventuras, al final de las cuales encuentro siempre el mismo
desengaño. Si bien termino por consolarme pensando que en la aventura misma
estaba el premio y que no hay que buscar otra cosa diferente que la
satisfacción de probar los caminos del mundo que, al final, van pareciéndose
sospechosamente unos a otros. Así y todo, vale la pena recorrerlos para
ahuyentar el tedio y nuestra propia muerte, esa que nos pertenece de veras y
espera que sepamos reconocerla y adoptarla.”
(Maqroll El Gaviero)
Estaba bien entrado el mes de
octubre. Los barcos iban abandonando el agua y eran izados a tierra para pasar el
invierno en seco. Las islas se iban preparando para la tranquilidad tras el
agitado y caluroso verano...
Mirando en el derrotero un lugar
en el que pasar unos días, dí con un pequeño puerto en forma de herradura
situado al fondo de una amplia bahía encajada entre altísimas montañas llamado
Platarias, y pensé que era un sitio tan bueno como cualquier otro para recalar.
Así que puse rumbo hacia allá desde Corfú, y en una tarde de cielo azul y
ligera brisa, atraqué a la manera griega, con el ancla por proa, en el
parcialmente hundido muelle del coqueto puertecito.
Muelle hundido de Platarias |
No había gran cosa en Platarias.
Unos pocos bares, una playa, una tienda y un pequeño varadero. De modo que,
como siempre, me dediqué a leer, pasear y conocer gente.
Fue precisamente un sábado por la
mañana, en una taberna en la que se reunían los más viejos del lugar a tomar
ouzos y mover en sus manos sus kombolois donde conocí a Aldo, un italiano
retirado que se mudó a éste tranquilo lugar a pasar sus días pescando y
paseando con su pequeña moto, lejos de la familia y los problemas que dejó
atrás en Italia.
Aldo era un tipo robusto, un poco
entrado en carnes, con la nariz ancha, aplastada, pelo canoso y cabeza
poderosa. Tenía estampa de gladiador o de centurión romano. Respiraba y se
movía con dificultad debido a un reciente accidente de moto y a dos infartos
sufridos hacía algún tiempo. Un hombre castigado por el trabajo y los excesos.
Por alguna razón, me cayó
simpático y, deseoso de seguir escuchando sus historias, acepté su invitación a
cenar en su casa unos spaghetti con pescado fresco que acababa de capturar esa
misma mañana.
La casa de Aldo era un
apartamento situado en la parte alta de Platarias, con unas maravillosas vistas
a la amplia bahía. Un poco desordenado, un poco sucio, con algunos objetos
pertenecientes a su familia de adorno y fotos familiares colgadas de las
paredes en las que aparecían rostros sonrientes y un Aldo joven y atractivo
atendiendo a clientes en un restaurante que regentó en Italia.
También había una foto de su
jovencísima y guapísima última mujer; una chica croata de la que se estaba
divorciando. Nada parecía retener ya a Aldo. Estaba de vuelta de todo y no le
importaba más que pasar sus días tranquilo en éste apartado lugar al que sólo
acudían yates de paso en la temporada estival.
Dos botellas de vino griego
barato y los ojos de éste hombre miraron lejos, muy lejos en sus recuerdos...
Volvió a cocinar en su restaurante
en Italia; volvió a surcar el Caribe en el velero en el que trabajó de marinero
y cocinero; volvió a cabalgar sobre las olas en la embarcación de rescate en la
que navegaba como voluntario en su país; volvió a disfrutar de su mujer y sus
hijos... Se marchó lejos en el tiempo, y me llevó con él.
Su nariz de boxeador y su boca
ancha y sus ojos diminutos y oscuros reflejaron de repente todo el cansancio
que al final deja el vivir intensamente. Y al fin, el manto de la noche
envolvió a Platarias y a lomos de su pequeña moto me devolvió a mi barco.
En aquéllos días otoñales de
lluvia, olor a hierba, arena mojada de playa, tranquilidad y silencio, fui más
veces a casa de Aldo y también él pasaba por el Gaviero cuando volvía de pescar
en el puerto.
Nos hicimos amigos. Se ofreció
incluso a cuidarme el barco si me decidía a dejarlo allí a pasar el invierno.
Estaba muy orgulloso y contento de tener su residencia griega.
Pero no me quedé a pasar el
invierno. Estuve unos días más en aquél maravilloso lugar comiendo todos los
días en la misma taberna; comprándole pequeños y deliciosos boquerones
plateados al viejísimo pescador de cara surcada por profundas arrugas y gorra
de marinero azul que invariablemente se apostaba junto a su barquita con la
mercancía dispuesta en cajas frente a él; disfrutando de la vista de una antigua
goleta de madera de casco negro y velas ocres que permanecía amarrada en la
entrada del coqueto puerto y tratando de salir sin daños de dos fortísimos
chubascos con vientos de más de cuarenta nudos y lluvia torrencial que
convirtieron el puerto en un caos de barcos cuyos fondeos no resistieron.
Afortunadamente, para esa época
llevaba ya muchos fondeos en calas y puertos griegos y El Gaviero se mantuvo
firme en su sitio.
Un buen día, temprano por la
mañana y tras pasarlas canutas para desenterrar las dos anclas que tenía dadas
por proa y que se habían hundido profundamente en el barro, salí de Platarias y
dí rumbo a Preveza, lugar elegido para dejar mi barco a invernar...
Aldo quedó entre las brumas de
sus recuerdos y sus paseos al puerto con su caña de pescar, tranquilo y feliz
de ser libre y ciudadano griego