domingo, 3 de septiembre de 2017

Platarias. Aldo "La Classe"

“Toda la vida he emprendido esa clase de aventuras, al final de las cuales encuentro siempre el mismo desengaño. Si bien termino por consolarme pensando que en la aventura misma estaba el premio y que no hay que buscar otra cosa diferente que la satisfacción de probar los caminos del mundo que, al final, van pareciéndose sospechosamente unos a otros. Así y todo, vale la pena recorrerlos para ahuyentar el tedio y nuestra propia muerte, esa que nos pertenece de veras y espera que sepamos reconocerla y adoptarla.”

(Maqroll El Gaviero)



Estaba bien entrado el mes de octubre. Los barcos iban abandonando el agua y eran izados a tierra para pasar el invierno en seco. Las islas se iban preparando para la tranquilidad tras el agitado y caluroso verano...
Mirando en el derrotero un lugar en el que pasar unos días, dí con un pequeño puerto en forma de herradura situado al fondo de una amplia bahía encajada entre altísimas montañas llamado Platarias, y pensé que era un sitio tan bueno como cualquier otro para recalar. Así que puse rumbo hacia allá desde Corfú, y en una tarde de cielo azul y ligera brisa, atraqué a la manera griega, con el ancla por proa, en el parcialmente hundido muelle del coqueto puertecito.

Muelle hundido de Platarias

No había gran cosa en Platarias. Unos pocos bares, una playa, una tienda y un pequeño varadero. De modo que, como siempre, me dediqué a leer, pasear y conocer gente.
Fue precisamente un sábado por la mañana, en una taberna en la que se reunían los más viejos del lugar a tomar ouzos y mover en sus manos sus kombolois donde conocí a Aldo, un italiano retirado que se mudó a éste tranquilo lugar a pasar sus días pescando y paseando con su pequeña moto, lejos de la familia y los problemas que dejó atrás en Italia.
Aldo era un tipo robusto, un poco entrado en carnes, con la nariz ancha, aplastada, pelo canoso y cabeza poderosa. Tenía estampa de gladiador o de centurión romano. Respiraba y se movía con dificultad debido a un reciente accidente de moto y a dos infartos sufridos hacía algún tiempo. Un hombre castigado por el trabajo y los excesos.
Por alguna razón, me cayó simpático y, deseoso de seguir escuchando sus historias, acepté su invitación a cenar en su casa unos spaghetti con pescado fresco que acababa de capturar esa misma mañana.


La casa de Aldo era un apartamento situado en la parte alta de Platarias, con unas maravillosas vistas a la amplia bahía. Un poco desordenado, un poco sucio, con algunos objetos pertenecientes a su familia de adorno y fotos familiares colgadas de las paredes en las que aparecían rostros sonrientes y un Aldo joven y atractivo atendiendo a clientes en un restaurante que regentó en Italia.
También había una foto de su jovencísima y guapísima última mujer; una chica croata de la que se estaba divorciando. Nada parecía retener ya a Aldo. Estaba de vuelta de todo y no le importaba más que pasar sus días tranquilo en éste apartado lugar al que sólo acudían yates de paso en la temporada estival.


Un barco "mágico"


Dos botellas de vino griego barato y los ojos de éste hombre miraron lejos, muy lejos en sus recuerdos...
Volvió a cocinar en su restaurante en Italia; volvió a surcar el Caribe en el velero en el que trabajó de marinero y cocinero; volvió a cabalgar sobre las olas en la embarcación de rescate en la que navegaba como voluntario en su país; volvió a disfrutar de su mujer y sus hijos... Se marchó lejos en el tiempo, y me llevó con él.
Su nariz de boxeador y su boca ancha y sus ojos diminutos y oscuros reflejaron de repente todo el cansancio que al final deja el vivir intensamente. Y al fin, el manto de la noche envolvió a Platarias y a lomos de su pequeña moto me devolvió a mi barco.

En aquéllos días otoñales de lluvia, olor a hierba, arena mojada de playa, tranquilidad y silencio, fui más veces a casa de Aldo y también él pasaba por el Gaviero cuando volvía de pescar en el puerto.
Nos hicimos amigos. Se ofreció incluso a cuidarme el barco si me decidía a dejarlo allí a pasar el invierno. Estaba muy orgulloso y contento de tener su residencia griega.
Pero no me quedé a pasar el invierno. Estuve unos días más en aquél maravilloso lugar comiendo todos los días en la misma taberna; comprándole pequeños y deliciosos boquerones plateados al viejísimo pescador de cara surcada por profundas arrugas y gorra de marinero azul que invariablemente se apostaba junto a su barquita con la mercancía dispuesta en cajas frente a él; disfrutando de la vista de una antigua goleta de madera de casco negro y velas ocres que permanecía amarrada en la entrada del coqueto puerto y tratando de salir sin daños de dos fortísimos chubascos con vientos de más de cuarenta nudos y lluvia torrencial que convirtieron el puerto en un caos de barcos cuyos fondeos no resistieron.
Afortunadamente, para esa época llevaba ya muchos fondeos en calas y puertos griegos y El Gaviero se mantuvo firme en su sitio.

Un buen día, temprano por la mañana y tras pasarlas canutas para desenterrar las dos anclas que tenía dadas por proa y que se habían hundido profundamente en el barro, salí de Platarias y dí rumbo a Preveza, lugar elegido para dejar mi barco a invernar...

Aldo quedó entre las brumas de sus recuerdos y sus paseos al puerto con su caña de pescar, tranquilo y feliz de ser libre y ciudadano griego


Cercano puerto de Sívota

Paseos en bici







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