sábado, 20 de septiembre de 2025

Agua de naufragio

"Papá dice que el borracho empieza abriendo botellas -explicó Bill.  -¡Qué bien!-dijo Nick. Estaba sorprendido. Nunca había pensado en aquello. Siempre creyó que los borrachos empezaban bebiendo solos."

Hemingway. Las nieves del Kilimanjaro


El verano había sido relajado y lo había disfrutado como en sus tiempos de joven. Con despreocupación y cierta felicidad a pesar del calor húmedo y sofocante que hacía de día, y muchas veces también de noche. Un calor pegajoso que comenzaba casi al amanecer y que ya no cesaba al menos hasta la puesta de sol, mitigado tan solo en parte por la brisa marina que soplaba casi todas las tardes procedente del sur aunque cargada igualmente de humedad, más vaporizada y menos cálida pero que aún así hacía brillar las pieles y hacía su tacto menos sedoso y algo más viscoso, como uno se imagina la piel de un reptil. Esta brisa que soplaba desde la barra de la desembocadura del río solía amainar al ponerse el sol, aunque algo de su frescor seguía sintiéndose hasta bien entrada la madrugada, permitiendo más o menos conciliar el sueño bajo las aspas blancas de los ventiladores de los techos que giraban sin cesar durante todo el día.

Las chicas dormían repartidas en las camas que había en el salón y en la habitación contigua, separadas ambas estancias por una gran agujero como un ojo de buey en la pared a modo de ventana y sin puertas entre ambas. Con esa animación en la casa la soledad se sentía menos, aunque él se iba a dormir al velero y las dejaba tranquilas, cansadas de sol y agua. Tampoco había grandes problemas de limpieza si se intentaba sacudirse la arena de los pies y se tendían los bañadores en la terraza cambiándolos por algo de ropa seca, porque en realidad toda la ropa que tenían estaba tirada por todas partes.

Luego vinieron los viejos amigos, y a las salidas con el barco por la bahía de aguas verdes y cálidas se sucedían las noches de alcohol y risas, como en otros tiempos, como si nada hubiera cambiado después de tantos años. El tiempo pasado parecía evaporarse con el calor, las cervezas y las músicas de las fiestas del pueblo...

Todo esto a Yannis le hacía sentirse bien. Después de vivir solo, había adquirido costumbres muy definidas y llegó a encontrar placer en seguirlas aunque sentía que era bueno romperlas, y él sabía que mucho tiempo después de marcharse su hija y sus amigos seguiría conservándolas. Antes de la llegada de las visitas había aprendido a ser feliz y durante una larga temporada tuvo que aprender a vivir y trabajar sin sentirse más solo de lo que en realidad era capaz de soportar; pero la llegada de su hija había puesto fin a la rutina vital que él había elaborado para protegerse del aburrimiento y de la lejanía. Había sido algo hasta placentero; el trabajo, las  horas para hacer cosas, lugares en que guardar lo amado, el orden en comidas y bebidas, nuevos libros que leer y viejos libros que leer de nuevo. A esa rutina había incorporado detalles que él mismo había construido como todos los solitarios, a fin de no hundirse e incluso para creer que había vencido esa misma soledad, y había ido trazándose unas normas y conservaba sus costumbres, que ponía en práctica consciente o inconscientemente...

En la casa de Key West, los gatos polidáctilos pululaban por el jardín entre los tamarindos, las guayabas y los cocoteros, ajenos a todo; tumbados aquí y allá; perezosos en el ambiente tropical como turistas de lujo en vacaciones. También lo hacían en el interior de la casa, ocupando cómodos sillones, camas con colchas impecablemente blancas, alfombras mullidas... Y en la veranda de suelo de madera pintado de verde, a la sombra, en el frescor de la brisa procedente de los bajos del cayo, la misma que entraba por las ventanas de amarillas persianas abiertas de par en par y que con total seguridad respiró en algún descanso de su azarosa vida el capitán Asa Tift, sin imaginar que su casa sería algún día transformada en museo por haber sido residencia también de aquél corpulento y gran escritor de parecida azarosa vida.

Estaba bien entrada la noche en el Sloopy Joe´s y aún estaba bebiendo de pie en la barra con Thomas Hudson, Asa Tift, Papá, Harry Morgan, Eddy Marshal y los otros. Tenían ganas de seguir bebiendo y de liarla aunque todos eran conscientes de que habría que salir al alba sin ser vistos y todavía había que cargar las provisiones, las armas y recoger a los chinos en la playa. Solo Harry se mostraba con cierto ánimo y optimista; en realidad era el que menos había bebido. Eddy tenía el ojo derecho morado y un feo corte en la mejilla que no había querido curarse. Estaba muy borracho y seguía comportándose de un modo violento. Thomas Hudson tenía los ojos vidriosos y no parecía importarle demasiado lo que pudiera pasar. Conocía bien su barco y el estrecho canal para salir del cayo. Luego el desembarco en Cuba ya iba a ser otro asunto del que preocuparse una vez allí. Solo había que concentrarse en no tocar fondo a la salida y tratar de no ser vistos ni escuchados poniendo los motores a las revoluciones mínimas y poner rumbo a la pequeña cala donde estarían esperándolos con todas las luces apagadas y sin encender siquiera un cigarrillo. 

Los destellos del faro alumbraban hacia el mar intermitentemente sobre las copas de los árboles cuando decidieron salir del bar y encaminarse hacia el embarcadero.

Liliana, después de haber pasado más de dos semanas juntos tras reencontrarse en Miami, se despidió allí mismo con el sentimiento cierto pero inexplicable de que esa iba a ser la última vez que lo vería...



"Veranda"

Faro de Key West

En cuanto tocaron fondo con la proa desembarcaron a todos los chinos, la mayoría de los cuales no sabían nadar. Thomas Hudson mandó a Eddy tirarse también con una de las armas para asegurarse de que nadie hiciera ninguna tontería, cuando de pronto se sintió cegado por los potentes focos que alumbraban desde tierra y comenzó la ráfaga de disparos...

El desagradable sonido del despertador hizo que Yannis se incorporara sobresaltado, empapado en sudor, los ojos enrojecidos por el alcohol y el sueño inquieto, sin saber exactamente dónde se encontraba. El sol naciente inundaba ya la habitación, las hojas de las palmeras colgaban inertes, el cielo lucía azul y el calor húmedo anunciaba el comienzo de otro día en Bahía olvido. Volvía a estar solo... En la mesilla de noche se encontraban "Tener y no tener" e "Islas a la deriva" en sendos ejemplares manoseados y releídos con numerosas anotaciones.

-"Maldito Hemingway", pensó, mientras trataba de despertarse y conseguir que la realidad y la ficción volvieran a situarse cada una en su lugar.


Estudio de Hemingway

jueves, 4 de septiembre de 2025

El pianista del barco

La señora era aun joven, rondaría los cuarenta años y aparentemente viajaba sola. 
Joyas caras, pelo rubio con un peinado perfecto aunque un tanto pasado de moda, maquillaje excesivo, ropa de fiesta, zapatos de tacón, copa en la mano izquierda conteniendo algún cocktail, y cigarrillo fino, probablemente mentolado, en la derecha. Se sentaba en uno de los taburetes de la barra con las piernas cruzadas e intercambiaba comentarios breves adornados con una leve sonrisa con el impecablemente vestido camarero asiático, que desde detrás de la barra y con rostro inescrutable los escuchaba atentamente mientras limpiaba los vasos con una blanquísima servilleta.

La noche de noviembre era infame en la mar en aquella travesía desde La Valetta a Barcelona; las olas de casi diez metros y el viento de más de cincuenta nudos hacían que el "Legend of the seas" se balanceara lenta pero firmemente de una banda a la otra. Los interminables pasillos estaban desiertos; los salones de baile despoblados de bailarines; los restaurantes vacíos de comensales. Solo unos pocos pasajeros de aquél último crucero del barco por el Mediterráneo se aventuraban a salir de los camarotes para tratar entre tumbos de llegar a algún sitio para comer algo o tomar una copa. 

Y en el bar "Schooner", Yannis, un marino que había acabado de vacaciones en el crucero por una de esas a veces inexplicables vueltas del destino, contemplaba mientras tomaba su Bombay azul, a aquél pequeño y dispar grupo de personas que por algún motivo, tal vez su aspecto, quizá las miradas en cierto modo cómplices que se dirigían, o su aura de almas errantes encontradas en aquel universo flotante, llamaban poderosamente su atención. Y como no tenía otra cosa mejor que hacer se dedicó a imaginar sus vidas y cómo podían haber sido zarandeadas hasta acabar en aquél piano-bar en mitad del Mediterráneo en aquélla noche tormentosa. 

La Castafiore, así decidió llamar a la señora de la barra, había sido una frustrada cantante de ópera. Muchos años de estudios pagados por su acomodada familia acabaron con un par de apariciones como soprano suplente en funciones programadas en pequeñas ciudades, lejos de sus sueños en La Scala, el Liceo o el Metropolitan. Había acabado casándose con su representante para divorciarse al poco tiempo, y ahora llevaba una vida cómoda pero aburrida que trataba de aliñar con viajes esporádicos y el sueño de encontrar al hombre de su vida mientras se conformaba con sus cócteles y sus cigarrillos.
Schooner bar


León, el pianista de blanca y esponjosa cabellera (un tanto leonina, como su nombre), estaba en esa edad en la que un hombre que ha tenido una vida más o menos ordenada y un trabajo estable debería encontrarse jubilado y disfrutando de su familia, y no tocando el piano en el bar de un crucero durante largas noches y meses de embarque. Pero Yannis, mirando entre sorbo y sorbo del gin-tonic a León, con su blanca melena, su igualmente blanca chaqueta, su pajarita negra y escuchando las melodías archiconocidas que animan cenas en hoteles de todo el mundo saliendo de sus teclas, pensó que tal vez, como la Castafiore, estudió y trató de llegar a ser un músico famoso, un concertista de piano reconocido en todo el mundo, pero ya se sabe ¡el mundo de la música!, solo los mejores llegan a lo más alto. Algunos leones como él tienen que rugir bajito y conformarse con dar clases a niños bien o tocar en restaurantes y hoteles para poder vivir. Y bien pensado, trabajar en un crucero no estaba tan mal, con todo pagado, viajando por el mundo, conociendo gente interesante... No necesitaba jubilarse en realidad para volver a su aburrida y pequeña ciudad de Estados Unidos. No. Seguiría tocando sus melodías mientras lo siguieran contratando. Así estaba bien...

Sun Tzu ya era otro nivel mucho más difícil de descifrar, un enigma asiático tras los mínimos ojos rasgados, el gesto imperturbable, los movimientos precisos tras la barra, el cuerpo delgado, pequeño, escurridizo. Aquí Yannis tenía serias dudas. Tanto podía haber pertenecido a una banda de contrabando de armas que ser un ejemplar padre de familia en Bankok. Imposible imaginar nada con fundamento... Pero había algo... Las miradas. Las que dedicaba de tanto en tanto a León y a la Castafiore. Ahí sus pequeños ojos orientales mostraban algo más, una familiaridad, una cierta y misteriosa complicidad, sutil, apenas perceptible de no ser por las circunstancias, por la soledad del bar y los gin-tonics azules.

"Smoke gets in your eyes", cantaba León mirando a la Castafiore, un poco abstraído en su música, en cierto modo como si estuviera haciéndolo por última vez. En realidad toda la atmósfera tenía cierto aire de "última vez": La noche negra, el temporal con fuerza huracanada afuera, los movimientos extremos del barco, la soledad en las cubiertas, y la pequeña y extraña reunión en el bar Schooner ajena a todo lo demás, como si nada importara ya demasiado. 

"Legend of the seas"


La Castafiore fumaba un cigarrillo tras otro. Sun Tzu le acercaba siempre solícito el encendedor. Y le servía su cocktail favorito cuando veía su copa vacía: un Cosmopolitan hecho con vodka, triple seco, zumo de arándanos y zumo de lima, preparado por él con precisión y un toque extra de vodka, como sabía que a ella le gustaba.
León seguía tocando ya ajeno a todo.  No bebía. Solo se encendía de vez en cuando un Marlboro que dejaba consumirse casi en su totalidad en el cenicero de cristal que reposaba en un lado del piano.
Yannis se pidió un cuarto Bombay, no tenía sueño, estaba en uno de esos momentos en los que el tiempo, el lugar y la realidad se difuminan. Uno de aquellos tantos que había disfrutado en sus viajes y que sabía reconocer y no dejar escapar.

El blanquísimo barco se abría paso por la negra noche mediterránea, dejando una gran estela de espumas que el viento y las olas barrían rápidamente. Dentro, muchas vidas, todas distintas, eran llevadas a su destino. Unas de regreso a sus hogares tras las vacaciones, otras para hacer escala rumbo a otros lugares, algunas sin un destino definido, y tres de las que se encontraban en el Schooner bar, destinadas a ser detenidas por la policía portuaria.