Aquel invierno estaba resultando más frío de lo habitual en aquélla ciudad del sur. El viento de poniente sopló con furia durante semanas trayendo consigo lluvias y borrascas, la humedad calaba hasta los huesos; las olas atlánticas barrían el litoral con furia y el océano verdoso no había dejado de agitarse incesantemente bajo un cielo gris y encapotado. Un tiempo capaz de arrasar el ánimo y la voluntad.
lunes, 27 de octubre de 2025
El chico del cajero
Aquel invierno estaba resultando más frío de lo habitual en aquélla ciudad del sur. El viento de poniente sopló con furia durante semanas trayendo consigo lluvias y borrascas, la humedad calaba hasta los huesos; las olas atlánticas barrían el litoral con furia y el océano verdoso no había dejado de agitarse incesantemente bajo un cielo gris y encapotado. Un tiempo capaz de arrasar el ánimo y la voluntad.
viernes, 24 de octubre de 2025
El compensador de agujas
Calima densa en el Estrecho de Gibraltar, especialmente al pasar por el Mirador del Estrecho y el puerto de El Cabrito. No se ve nada a lo lejos, tan sólo un leve contorno de lo que debe ser Marruecos y las amenazadoras y cortantes aspas de los gigantescos molinos de viento productores de energía eólica, que parecen querer arrancar de cuajo estos montes para llevárselos con todo lo que sobre ellos se asienta o circula, lejos de estos enfurecidos aires, tal vez para unir las desunidas orillas de los dos continentes que aquí se encuentran, mirándose frente a frente, separados tan sólo por un hilo de mar.
Con el estómago satisfecho por la ración de
lomo en manteca “colorá” y el café mañanero servidos con diligencia por la
lozana ventera de “
Efectivamente, a la hora convenida el
compensador ya está en el puerto, y como el barco está todavía fuera de la
bahía, navegando a velocidad moderada para poder efectuar las maniobras
pertinentes antes de entrar en él, en contra de lo que se suele hacer
habitualmente, ha de esperar a que el práctico lo lleve con su lancha hasta el
buque. Lo normal hubiera sido que la compensación se hiciera al salir el barco
del puerto, pero en este caso es al revés.
Por ahí viene el práctico en su lancha; vamos
a subir a bordo con cuidado; se va a abarloar a otro barco que está amarrado al
muelle, así que tendremos que atravesar su cubierta. “Alehop”, ya estamos a
bordo de la lanchita identificada con una P. Ahora vamos al encuentro del
“barcazo” porta contenedores que está esperando en la bahía; no hay un minuto
que perder. El práctico va muy bien vestido, de azul y con corbata; lleva gafas
y el pelo corto; tiene un aire a Alfonso Guerra, de hecho se le parece
bastante; es conversador y educado, y mientras la lancha salta sobre el
encabritado mar, el compensador le explica entre pantocazos la maniobra que van
a tener que realizar para poder llevar a buen término la inspección que tan
fundamental para la segura navegación del buque resulta.
Cuando la proa de la pequeña embarcación
estuvo cerca, un gran muro gris que parecía emerger de lo más profundo del mar
ocultó los escasos rayos del exiguo sol de Febrero que brillaban aquel día; los
últimos peldaños y cabos de la escala de gato por la que había de subir le
recordaron al compensador el inicio de una larga escalada cuyo fin sólo podía
ser la conquista de la cubierta principal, o la precipitación a las turbias
aguas, opción nada halagüeña ésta en lo que a su bienestar físico respecta. Con
las manos enguantadas bien agarradas a los cabos y los pies firmes en los
peldaños de madera comienza la ascensión, despacio, poco a poco, más vale hacer
estas cosas de un modo lento pero seguro. Mediado el trayecto no puede nuestro
protagonista evitar una rápida mirada hacia arriba que le aliente a seguir el
camino con la proximidad del destino. La cubierta ya no está lejos y desde
ella, lo observa un marinero filipino desgreñado y de amenazador aspecto que bien podría pasar por Sandokan, tigre de
Malasia y Príncipe de Mompracem, tal vez deseando que se caiga para pasar un
buen rato con el que amenizar la aburrida existencia a bordo. Pero tal vez esto
sea mucho imaginar.
Cuando por fin llega arriba, otro marinero
también filipino y un oficial ruso alto y calvo lo acompañan hasta el puente,
en otra ascensión vertiginosa por escaleras sin fin que conducen hasta el
mismo; no hay ascensor en este navío. El ejercicio físico es muy saludable y le
hace un gran bien a nuestro hombre.
Por fin, y tras subir siete cubiertas, llega
al puente. El capitán, el primer oficial y el marinero que está al timón
esperan para recibir sus instrucciones. Tras saludarlos, le indica al práctico
lo que quiere hacer, y con sus bártulos sube al lugar en el que está instalada
la magistral. El fuerte viento le agita furiosamente el escaso cabello
blanqueado por el tiempo, aunque el compensador fue canoso prematuro; cosa de
familia. La aguja magistral está abrigada por una lona de las inclemencias
meteorológicas, y es desnudada cuidadosamente para acto seguido ser destripada
en busca de los vitales imanes que rigen su correcto funcionamiento. Por un
walkie-talkie, el práctico recibirá la orden que habrá de transmitir al piloto
para poner el barco a los rumbos requeridos. Mientras tanto, el capitán se
sienta en una bonita silla de madera situada a babor en el puente y observa la
maniobra en silencio; el primer oficial observa también en silencio. Son todos
muy silenciosos en este barco. “Hard to port”, -Ordena el práctico. “Hard to
port”, -Repite el piloto mientras coloca el timón todo a babor y el barco
comienza a maniobrar-. “Amidships”, -ordena el práctico cuando ve que se
aproxima el rumbo deseado-. “Amidships”, -Repite el estrafalario piloto
barrigón y con tupidos tatuajes asomando en las piernas bajo los cortos
pantalones deportivos-. El barco cargado hasta los topes con contenedores
vacíos procedentes de Nigeria y Senegal responde estupendamente a los
movimientos del timón, sin usar la hélice de proa, o bow thrusters en inglés. “Ten to starboard”. “Hay que corregir un poco el rumbo para no pasarse,
piensa el práctico”. “Ten to starboard”,
-Repite el filipino-. El
capitán no interviene en nada; es mayor, canoso y calvo; viste pantalones
vaqueros, zapatos marrones muy lustrados y deformados por los juanetes. Jersey
azul marino. Muy serio.
Al compensador se le ha volado la gorra que
se puso para protegerse un poco del viento y del frío; está solo ahí arriba,
junto a la rugiente y humeante chimenea negra. Ya queda poco para terminar la
maniobra, tan sólo comprobar un par de rumbos circulares más y un cuadrantal.
Los desvíos están apuntados y corregidos. Después, ya en el puente, habrá que
introducirlos en un programa especial de la calculadora y la tablilla estará
hecha.
El filipino de los tatuajes cubre sus pies
con calcetines blancos y zapatos negros cortados por la parte de atrás, va muy
serio y concentrado en su tarea de gobernar el timón. El oficial ruso tiene
cara de buena persona y también va muy serio.
Finalmente el práctico, que ha estado durante
toda la maniobra junto a la pantalla de radar, apoyado en la consola sobre la
que van colocados todos los instrumentos de navegación y desde la que se domina
a través de los ventanales del puente todo el campo de visión desde la proa a
los costados, ordena al timonel que mantenga el rumbo que les llevará
directamente hasta el lugar escogido para atracar en el muelle.
El espacio es justo; a simple vista se diría
que el barco no entrará, pero el práctico sabe lo que se hace; no en vano lleva
años navegando y ejerciendo el practicaje. El capitán y el oficial abandonan su
aparente tranquilidad y comienzan a tomar parte activa en la maniobra. Desde el
alerón de estribor, y con el walkie en la mano, se mantiene en contacto con los
oficiales que controlan la maniobra a proa y a popa; ni la una ni la otra se
ven desde el puente; todo es un mar de contenedores, tanto a bordo como en
tierra; un potente remolcador, que tampoco se ve, sujeta al barcazo por popa
para evitar que se estrelle contra el muelle por culpa del abatimiento que
produce el viento del sur; con la proa no hay cuidado ya que tiende a ponerse
en la dirección del viento.
Mientras tanto, el compensador se ha
preparado un café y lo toma tranquilamente, ajeno a todo, mientras concluye su
trabajo con los cálculos en el cuarto de derrota, sobre la carta meteorológica
llena de símbolos rojos que representan los vientos que soplan en la zona; los
mismos que hacía un par de horas movían enérgicamente los molinos sin Quijote
de Tarifa, los que caprichosamente y por diversión habían arrancado la gorra a
nuestro protagonista minutos atrás para verlo despeinarse.
Desde la tremenda altura del alerón, los
amarradores se ven pequeños. El barco se aproxima rápidamente al muelle, parece
que se va a producir un choque violento; sin embargo solo lo parece, ya que
cuando los cabos abrazan a los norays y el barco está en su sitio no se siente
ni el más leve movimiento. Al lado, unas grúas gigantescas descargan
contenedores de dos en dos, mientras otras ya están preparándose para comenzar
a descargar al recién llegado. Mañana de madrugada hay que volver a salir. ¡No
hay tiempo que perder! Todo ha salido bien. El práctico y el compensador de
agujas se despiden del capitán; son invitados a comer a bordo, pero declinan el
ofrecimiento; aún hay demasiadas cosas que hacer...
La vertiginosa escala de gato espera
acechante a que nuestros hombres desciendan por ella. Sandokan todavía está
allí, y el oficial ruso los acompaña para despedirlos. Al final esboza una sonrisa
antes de proseguir su camino hacia proa.
Tras despedirse del práctico y salir del
puerto, el compensador recuerda para sus adentros, mientras conduce de vuelta a
casa, los años vividos a bordo de barcos como este. También un día él fue
capitán y vivió emocionantes aventuras en puertos lejanos; en Brasil, en
Argentina, en Nigeria, en Canadá.... En tiempos en que la navegación era
distinta y podías llegar a pasar semanas enteras en Salvador de Bahía o en
Buenos Aires esperando a que fuera posible cargar o descargar el barco. “Antes no había grúas mastodónticas que
cargan y descargan un barco completo en horas”, “los barcos eran más
habitables”, “yo tenía que ir con mi sextante bajo el brazo cada vez que iba a
embarcar”, “joder, ¡qué tiempos aquellos!.....”.
Y así, entre pensamientos y sumido en los
recuerdos de una vida pasada en el mar hasta que los hijos y otras ocupaciones
lo anclaron definitivamente en tierra firme, el compensador de agujas náuticas
conduce por la serpenteante carretera a través del bello paisaje gaditano,
entre toros bravos y alcornoques, bajo un cielo despejado y azul rumbo a Cádiz,
la ciudad trimilenaria y marinera en la que habita y desde la que cada día al
ver el inmenso océano azul que la rodea siente que ni éste lo ha dejado escapar
del todo, ni él lo ha podido dejar nunca.
Cádiz, febrero de 2004
Cangrejos ermitaños
"Batracios, iconoclastas, cataplasmas, trogloditas"
Capitán Haddock
Bajo el pantalán flotante, cientos de ojos y de pinzas aguardan en apretada comunidad forzosa, palpitante y temblorosa, la llegada del pescador. En las redes colgantes, hechas de fibras naturales para prevenir posibles intentos de fuga, los ermitaños se contraen dentro de sus conchas; cada paso allá arriba puede significar el último viaje hacia las profundidades abisales, aunque ninguno de ellos lo sepa a ciencia cierta. Sólo son rumores porque nadie volvió para contarlo. Se relatan historias en las que los más viejos hablan de amigos que viajaron desnudos y ensartados en un anzuelo hasta ser devorados por los peces allá abajo; aunque todo pertenece a la mitología cangrejil. De momento la vida sigue. El espacio es escaso pero al menos comida no falta, y eso es lo realmente importante.
Se
sienten unos pasos. ¡Alerta!
Pero no… Parece
que esta vez se dirigen hacia la cubierta de otro barco...
Un
suspiro de alivio común provoca miles de burbujitas que ascienden hacia la
superficie como en una copa de champán....
La
música emerge suave desde los altavoces del coche y hace recordar al pescador
los muchos momentos vividos como éste y, junto con los primeros rayos de sol que chocan
contra el parabrisas, lo transportan a un plácido bienestar. Se remueve en el mullido
asiento en busca de una postura más cómoda, estira los brazos sobre el volante,
entorna los ojos y contempla entre suaves silbidos el pasar lento del asfalto
que lo lleva hacia el puerto.
Hace un día espléndido de invierno; el cielo luce un azul limpio y perfecto, ni una nube cuelga del escenario de esta mañana soleada y el pescador piensa para sí que en días como éste parece que todo está en orden en el mundo y que la vida es realmente algo hermoso y lleno de sentido; alejado, muy alejado de las cotidianas miserias y absurdas preocupaciones.
Mientras estas cavilaciones ocupan la cabeza de nuestro protagonista en su placentero camino hacia el puerto, el Ayilla se mece acompasada y tranquilamente, junto con los ermitaños y el pantalán flotante al que ambos están amarrados, en espera de los pasos que lo liberen de sus amarras y lo saquen del letargo portuario para surcar, desafiante y ágil como antaño, las olas del milenario, sabio, ancestral, contaminado, bello y esquilmado mar Mediterráneo rumbo a los secretos e imposibles escondites de sargos, besugos, doradas y demás supervivientes acuáticos, habitantes de los roquedales del litoral de la Costa del Sol.
Ambos,
los cangrejos y el Ayilla, esperan los pasos; ambos lo hacen con encontrados
sentimientos, si es que esto es posible en seres y objetos animales e
inanimados, en uno y otro caso; los primeros con colectivo pánico; el segundo
con nostalgia e ilusión....
El leve ronroneo de motor cesa con media vuelta de llave; la puerta se abre y el pescador sale del coche pletórico y decidido, feliz. Una leve ojeada desde los oscuros cristales de sus gafas de sol en los que se reflejan cientos de mástiles, le basta para comprobar que la mar está lisa y radiante; no hay ni el más mínimo atisbo de la marejada prevista por el parte meteorológico. –“Hoy va a ser un gran día”, comenta en voz baja. No es hombre ambicioso nuestro protagonista; el solo hecho de montar sus cañas y dejarlas asomando por los costados del barco, mientras el suave balanceo, el sol y el silencio que sólo encuentra cuando se aleja unos cientos de metros de la costa lo envuelven en ese especial estado de placer que sólo los pescadores conocen, son ya motivo de suficiente satisfacción para él.
En
esos momentos el mundo se para; el rumor de los coches se apaga en la
distancia; el faro de Calaburras despunta entre la multitud de bloques de
cemento; altivo y espigado apunta al firmamento, guía de navegantes y ornamento
vital de pueblo marinero. Los hombres, en tierra, se mueven como hormigas en
azarosa actividad.
No
obstante, el pescador es ante todo pescador, y si a todo esto puede añadirle la
intensa emoción, la satisfacción de la captura tras la larga espera y la breve
lucha con el pez, tanto mejor. Tampoco es cosa de atracar con las manos vacías.
Los pasos firmes sobre la madera del pantalán lo mueven en saltitos intermitentes; de nuevo los ermitaños se contraen en sus conchas; de nuevo el Ayilla, como perro al que van a sacar a pasear, tira con impaciencia de los cabos. Esta vez no se detienen en otra cubierta; ahora sí que ha llegado el momento. El pescador mira a uno y otro lado antes de izar las redes con los cangrejos y ya no hay duda ni para ellos ni para el barco de que otro día de pesca ha comenzado.








