viernes, 24 de octubre de 2025

El compensador de agujas

 





Calima densa en el Estrecho de Gib
raltar, especialmente al pasar por el Mirador del Estrecho y el puerto de El Cabrito. No se ve nada a lo lejos, tan sólo un leve contorno de lo que debe ser Marruecos y las amenazadoras y cortantes aspas de los gigantescos molinos de viento productores de energía eólica, que parecen querer arrancar de cuajo estos montes para llevárselos con todo lo que sobre ellos se asienta o circula, lejos de estos enfurecidos aires, tal vez para unir las desunidas orillas de los dos continentes que aquí se encuentran, mirándose frente a frente, separados tan sólo por un hilo de mar.

Con el estómago satisfecho por la ración de lomo en manteca “colorá” y el café mañanero servidos con diligencia por la lozana ventera de “La Barca de Vejer”,el compensador de agujas escucha las noticias en la radio mientras su potente coche engulle las curvas que lo separan de su destino: el Puerto de Algeciras. Mira el reloj y sonríe; va con tiempo de sobra. “A quien madruga, Dios le ayuda”, piensa. De pronto suena el móvil con su musiquita impertinente: “tiii-rutu-turí, tiiiii-rutu-turí”. –“Me cago en diez, ¿quién será ahora?”. Agarra el teléfono con una mano y el volante a duras penas con la otra. –“¿siii?, -vale, -¿media hora?; bueno, ya me queda poco para llegar.” Huuy, el coche se ha ido hacia el centro de la carretera y casi chocan su retrovisor y el del coche que viene en dirección contraria. Bueno, no pasa nada; el barco se ha adelantado pero como ha sido previsor, él llegará a tiempo.

Efectivamente, a la hora convenida el compensador ya está en el puerto, y como el barco está todavía fuera de la bahía, navegando a velocidad moderada para poder efectuar las maniobras pertinentes antes de entrar en él, en contra de lo que se suele hacer habitualmente, ha de esperar a que el práctico lo lleve con su lancha hasta el buque. Lo normal hubiera sido que la compensación se hiciera al salir el barco del puerto, pero en este caso es al revés.

Por ahí viene el práctico en su lancha; vamos a subir a bordo con cuidado; se va a abarloar a otro barco que está amarrado al muelle, así que tendremos que atravesar su cubierta. “Alehop”, ya estamos a bordo de la lanchita identificada con una P. Ahora vamos al encuentro del “barcazo” porta contenedores que está esperando en la bahía; no hay un minuto que perder. El práctico va muy bien vestido, de azul y con corbata; lleva gafas y el pelo corto; tiene un aire a Alfonso Guerra, de hecho se le parece bastante; es conversador y educado, y mientras la lancha salta sobre el encabritado mar, el compensador le explica entre pantocazos la maniobra que van a tener que realizar para poder llevar a buen término la inspección que tan fundamental para la segura navegación del buque resulta.

Cuando la proa de la pequeña embarcación estuvo cerca, un gran muro gris que parecía emerger de lo más profundo del mar ocultó los escasos rayos del exiguo sol de Febrero que brillaban aquel día; los últimos peldaños y cabos de la escala de gato por la que había de subir le recordaron al compensador el inicio de una larga escalada cuyo fin sólo podía ser la conquista de la cubierta principal, o la precipitación a las turbias aguas, opción nada halagüeña ésta en lo que a su bienestar físico respecta. Con las manos enguantadas bien agarradas a los cabos y los pies firmes en los peldaños de madera comienza la ascensión, despacio, poco a poco, más vale hacer estas cosas de un modo lento pero seguro. Mediado el trayecto no puede nuestro protagonista evitar una rápida mirada hacia arriba que le aliente a seguir el camino con la proximidad del destino. La cubierta ya no está lejos y desde ella, lo observa un marinero filipino desgreñado y de amenazador aspecto  que bien podría pasar por Sandokan, tigre de Malasia y Príncipe de Mompracem, tal vez deseando que se caiga para pasar un buen rato con el que amenizar la aburrida existencia a bordo. Pero tal vez esto sea mucho imaginar.

Cuando por fin llega arriba, otro marinero también filipino y un oficial ruso alto y calvo lo acompañan hasta el puente, en otra ascensión vertiginosa por escaleras sin fin que conducen hasta el mismo; no hay ascensor en este navío. El ejercicio físico es muy saludable y le hace un gran bien a nuestro hombre.

Por fin, y tras subir siete cubiertas, llega al puente. El capitán, el primer oficial y el marinero que está al timón esperan para recibir sus instrucciones. Tras saludarlos, le indica al práctico lo que quiere hacer, y con sus bártulos sube al lugar en el que está instalada la magistral. El fuerte viento le agita furiosamente el escaso cabello blanqueado por el tiempo, aunque el compensador fue canoso prematuro; cosa de familia. La aguja magistral está abrigada por una lona de las inclemencias meteorológicas, y es desnudada cuidadosamente para acto seguido ser destripada en busca de los vitales imanes que rigen su correcto funcionamiento. Por un walkie-talkie, el práctico recibirá la orden que habrá de transmitir al piloto para poner el barco a los rumbos requeridos. Mientras tanto, el capitán se sienta en una bonita silla de madera situada a babor en el puente y observa la maniobra en silencio; el primer oficial observa también en silencio. Son todos muy silenciosos en este barco. “Hard to port”, -Ordena el práctico. “Hard to port”, -Repite el piloto mientras coloca el timón todo a babor y el barco comienza a maniobrar-. “Amidships”, -ordena el práctico cuando ve que se aproxima el rumbo deseado-. “Amidships”, -Repite el estrafalario piloto barrigón y con tupidos tatuajes asomando en las piernas bajo los cortos pantalones deportivos-. El barco cargado hasta los topes con contenedores vacíos procedentes de Nigeria y Senegal responde estupendamente a los movimientos del timón, sin usar la hélice de proa, o bow thrusters en inglés. “Ten to starboard”. “Hay que corregir un poco el rumbo para no pasarse, piensa el práctico”. “Ten to starboard”, -Repite el filipino-. El capitán no interviene en nada; es mayor, canoso y calvo; viste pantalones vaqueros, zapatos marrones muy lustrados y deformados por los juanetes. Jersey azul marino. Muy serio.

Al compensador se le ha volado la gorra que se puso para protegerse un poco del viento y del frío; está solo ahí arriba, junto a la rugiente y humeante chimenea negra. Ya queda poco para terminar la maniobra, tan sólo comprobar un par de rumbos circulares más y un cuadrantal. Los desvíos están apuntados y corregidos. Después, ya en el puente, habrá que introducirlos en un programa especial de la calculadora y la tablilla estará hecha.

El filipino de los tatuajes cubre sus pies con calcetines blancos y zapatos negros cortados por la parte de atrás, va muy serio y concentrado en su tarea de gobernar el timón. El oficial ruso tiene cara de buena persona y también va muy serio.

Finalmente el práctico, que ha estado durante toda la maniobra junto a la pantalla de radar, apoyado en la consola sobre la que van colocados todos los instrumentos de navegación y desde la que se domina a través de los ventanales del puente todo el campo de visión desde la proa a los costados, ordena al timonel que mantenga el rumbo que les llevará directamente hasta el lugar escogido para atracar en el muelle.

El espacio es justo; a simple vista se diría que el barco no entrará, pero el práctico sabe lo que se hace; no en vano lleva años navegando y ejerciendo el practicaje. El capitán y el oficial abandonan su aparente tranquilidad y comienzan a tomar parte activa en la maniobra. Desde el alerón de estribor, y con el walkie en la mano, se mantiene en contacto con los oficiales que controlan la maniobra a proa y a popa; ni la una ni la otra se ven desde el puente; todo es un mar de contenedores, tanto a bordo como en tierra; un potente remolcador, que tampoco se ve, sujeta al barcazo por popa para evitar que se estrelle contra el muelle por culpa del abatimiento que produce el viento del sur; con la proa no hay cuidado ya que tiende a ponerse en la dirección del viento.

Mientras tanto, el compensador se ha preparado un café y lo toma tranquilamente, ajeno a todo, mientras concluye su trabajo con los cálculos en el cuarto de derrota, sobre la carta meteorológica llena de símbolos rojos que representan los vientos que soplan en la zona; los mismos que hacía un par de horas movían enérgicamente los molinos sin Quijote de Tarifa, los que caprichosamente y por diversión habían arrancado la gorra a nuestro protagonista minutos atrás para verlo despeinarse.

Desde la tremenda altura del alerón, los amarradores se ven pequeños. El barco se aproxima rápidamente al muelle, parece que se va a producir un choque violento; sin embargo solo lo parece, ya que cuando los cabos abrazan a los norays y el barco está en su sitio no se siente ni el más leve movimiento. Al lado, unas grúas gigantescas descargan contenedores de dos en dos, mientras otras ya están preparándose para comenzar a descargar al recién llegado. Mañana de madrugada hay que volver a salir. ¡No hay tiempo que perder! Todo ha salido bien. El práctico y el compensador de agujas se despiden del capitán; son invitados a comer a bordo, pero declinan el ofrecimiento; aún hay demasiadas cosas que hacer...

La vertiginosa escala de gato espera acechante a que nuestros hombres desciendan por ella. Sandokan todavía está allí, y el oficial ruso los acompaña para despedirlos. Al final esboza una sonrisa antes de proseguir su camino hacia proa.

Tras despedirse del práctico y salir del puerto, el compensador recuerda para sus adentros, mientras conduce de vuelta a casa, los años vividos a bordo de barcos como este. También un día él fue capitán y vivió emocionantes aventuras en puertos lejanos; en Brasil, en Argentina, en Nigeria, en Canadá.... En tiempos en que la navegación era distinta y podías llegar a pasar semanas enteras en Salvador de Bahía o en Buenos Aires esperando a que fuera posible cargar o descargar el barco.  “Antes no había grúas mastodónticas que cargan y descargan un barco completo en horas”, “los barcos eran más habitables”, “yo tenía que ir con mi sextante bajo el brazo cada vez que iba a embarcar”, “joder, ¡qué tiempos aquellos!.....”.

Y así, entre pensamientos y sumido en los recuerdos de una vida pasada en el mar hasta que los hijos y otras ocupaciones lo anclaron definitivamente en tierra firme, el compensador de agujas náuticas conduce por la serpenteante carretera a través del bello paisaje gaditano, entre toros bravos y alcornoques, bajo un cielo despejado y azul rumbo a Cádiz, la ciudad trimilenaria y marinera en la que habita y desde la que cada día al ver el inmenso océano azul que la rodea siente que ni éste lo ha dejado escapar del todo, ni él lo ha podido dejar nunca.

 

Cádiz, febrero de 2004

 

Cangrejos ermitaños

 

"Batracios, iconoclastas, cataplasmas, trogloditas"

Capitán Haddock





Bajo el pantalán flotante, cientos de ojos y de pinzas aguardan en apretada comunidad forzosa, palpitante y temblorosa, la llegada del pescador. En las redes colgantes, hechas de fibras naturales para prevenir posibles intentos de fuga, los ermitaños se contraen dentro de sus conchas; cada paso allá arriba puede significar el último viaje hacia las profundidades abisales, aunque ninguno de ellos lo sepa a ciencia cierta. Sólo son rumores porque nadie volvió para contarlo. Se relatan historias en las que los más viejos hablan de amigos que viajaron desnudos y ensartados en un anzuelo hasta ser devorados por los peces allá abajo; aunque todo pertenece a la mitología cangrejil. De momento la vida sigue. El espacio es escaso pero al menos comida no falta, y eso es lo realmente importante.

Se sienten unos pasos. ¡Alerta!

Pero no… Parece que esta vez se dirigen hacia la cubierta de otro barco...

Un suspiro de alivio común provoca miles de burbujitas que ascienden hacia la superficie como en una copa de champán....

La música emerge suave desde los altavoces del coche y hace recordar al pescador los muchos momentos vividos como éste y, junto con los primeros rayos de sol que chocan contra el parabrisas, lo transportan a un plácido bienestar. Se remueve en el mullido asiento en busca de una postura más cómoda, estira los brazos sobre el volante, entorna los ojos y contempla entre suaves silbidos el pasar lento del asfalto que lo lleva hacia el puerto.

Hace un día espléndido de invierno; el cielo luce un azul limpio y perfecto, ni una nube cuelga del escenario de esta mañana soleada y el pescador piensa para sí que en días como éste parece que todo está en orden en el mundo y que la vida es realmente algo hermoso y lleno de sentido; alejado, muy alejado de las cotidianas miserias y absurdas preocupaciones.

Mientras estas cavilaciones ocupan la cabeza de nuestro protagonista en su placentero camino hacia el puerto, el Ayilla se mece acompasada y tranquilamente, junto con los ermitaños y el pantalán flotante al que ambos están amarrados, en espera  de los pasos que lo liberen de sus amarras y lo saquen del letargo portuario para surcar, desafiante y ágil como antaño, las olas del milenario, sabio, ancestral, contaminado, bello y esquilmado mar Mediterráneo rumbo a los secretos e imposibles escondites de sargos, besugos, doradas y demás supervivientes acuáticos, habitantes de los roquedales del litoral de la Costa del Sol.

Ambos, los cangrejos y el Ayilla, esperan los pasos; ambos lo hacen con encontrados sentimientos, si es que esto es posible en seres y objetos animales e inanimados, en uno y otro caso; los primeros con colectivo pánico; el segundo con nostalgia e ilusión....

 Sea como fuere, a ambos se les va a acabar la espera en breve.

El leve ronroneo de motor cesa con media vuelta de llave; la puerta se abre y el pescador sale del coche pletórico y decidido, feliz. Una leve ojeada desde los oscuros cristales de sus gafas de sol en los que se reflejan cientos de mástiles, le basta para comprobar que la mar está lisa y radiante; no hay ni el más mínimo atisbo de la marejada prevista por el parte meteorológico. –“Hoy va a ser un gran día”, comenta en voz baja. No es hombre ambicioso nuestro protagonista; el solo hecho de montar sus cañas y dejarlas asomando por  los costados del barco, mientras el suave balanceo, el sol y el silencio que sólo encuentra cuando se aleja unos cientos de metros de la costa lo envuelven en ese especial estado de placer que sólo los pescadores conocen, son ya motivo de suficiente satisfacción para él.

En esos momentos el mundo se para; el rumor de los coches se apaga en la distancia; el faro de Calaburras despunta entre la multitud de bloques de cemento; altivo y espigado apunta al firmamento, guía de navegantes y ornamento vital de pueblo marinero. Los hombres, en tierra, se mueven como hormigas en azarosa actividad.

No obstante, el pescador es ante todo pescador, y si a todo esto puede añadirle la intensa emoción, la satisfacción de la captura tras la larga espera y la breve lucha con el pez, tanto mejor. Tampoco es cosa de atracar con las manos vacías.

Los pasos firmes sobre la madera del pantalán lo mueven en saltitos intermitentes; de nuevo los ermitaños se contraen en sus conchas; de nuevo el Ayilla, como perro al que van a sacar a pasear, tira con impaciencia de los cabos. Esta vez no se detienen en otra cubierta; ahora sí que ha llegado el momento. El pescador mira a uno y otro lado antes de izar las redes con los cangrejos y ya no hay duda ni para ellos ni para el barco de que otro día de pesca ha comenzado.