"A decir verdad, no era de esos tipos que se lo piensan mucho. Estos soñadores que se limitan a presenciar la agitación del mundo son drásticos una vez atrapados por la necesidad de actuar"
Conrad
Pegado a la ventanita metálica en la esquina de la calle estaba él, inclinado sobre la pequeña pantalla tratando de obtener el dinero que necesitaba, o al menos alguna información sobre su saldo en aquel maldito banco, pero el mensaje volvía a aparecer una y otra vez: “saldo insuficiente”, aunque sabía de sobra que tenía “saldo suficiente”, así que su mal humor se iba encendiendo poco a poco.
Ella se colocó detrás aguardando su turno y tras un buen rato esperando, empezó a impacientarse y a ponerse nerviosa. Sus pies no querían quedarse quietos en el sitio y daban pequeños pasitos hacia uno y otro lado, al tiempo que sus ojos miraban en todas direcciones.
Al fin, el chico se retiró ofuscado protestando ante la imposibilidad de conseguir su objetivo y al darse la vuelta sus miradas se encontraron.
-Perdona…
-Tranquilo, no pasa nada.
-He tardado mucho.
Ella sonrió sin decir nada.
Aquella sonrisa amable, amplia, mostrando unos dientes algo separados que le daban un toque divertido, casi infantil, acabó de hacerle olvidar su problema con el cajero y en ese instante supo que tenía que hacer algo; no podía dejar que se esfumara así como así. El mal humor se disipó de repente.
Aguardó a que ella terminara en el cajero, y al darse la vuelta para seguir su camino le preguntó:
-¿Cómo te llamas?
Ella lo miró sorprendida aunque no asustada y como no le pareció un tipo peligroso, sin saber exactamente por qué, se lo dijo.
-Julia.
El viento que cruzaba las calles proveniente del mar formó un remolino de papeles en torno a sus pies y sus cabellos castaños y rizados se empeñaron en ocultarle la cara, rebeldes. En este preciso momento aprovechó para invitarla a tomar un café. Aceptó.
La cafetería estaba llena de gente, y el humo de los cigarrillos envolvía las conversaciones disipando las palabras hasta convertirlas en un murmullo apagado. Hacía calor. Ella pidió un cortado y él un Bombay con tónica confiando en que el alcohol le templaría el ánimo y le daría el valor suficiente para dar el siguiente paso. Era tímido y no estaba pasando por el mejor momento de su vida.
-No sé muy bien qué decirte…
-¿Y por qué me has invitado a venir entonces?
-No lo sé. Creo que sentí que quería conocerte en cuanto te he visto. No tengo una explicación.
-Pues no es una cosa muy normal, ¿no? La gente no va haciendo por ahí cosas sin saber por qué, dijo sonriendo.
-Ya. Pero ya te digo, estoy pasando una época rara en mi vida y hago cosas que normalmente no haría.
-¿Y qué te pasa?
-Sería largo de contar y creo que ahora no es el momento. Preferiría que me contaras cosas de ti.
-Bueno, la verdad es que ahora no tengo mucho tiempo. No pensaba parar a tomar este café pero ya que me has invitado, te lo agradezco. Ahora me tengo que ir, ya quedaremos otro día, ¿vale?
-Vale. ¿Me das tu número de teléfono? Si no va a ser imposible que nos volvamos a encontrar.
Ella dudó, pero finalmente se lo dio.
Después de dos citas la besó. No tenía muy claro hacia adonde iba todo aquello. Su insistencia la estaba abrumando; no lo conocía de nada y ya le estaba empezando a molestar que un extraño la metiera en todos sus problemas. El chico triste parecía querer tener un hombro sobre el que llorar, así que ella decidió cortar por lo sano y acabar con el asunto de raíz; fue un poco brusca y quizá desagradable, pero pensó que era la única manera de que él entendiera.
Él entendió.
Aquel invierno estaba resultando más frío de lo habitual en aquélla ciudad del sur. El viento de poniente sopló con furia durante semanas trayendo consigo lluvias y borrascas, la humedad calaba hasta los huesos; las olas atlánticas barrían el litoral con furia y el océano verdoso no había dejado de agitarse incesantemente bajo un cielo gris y encapotado. Un tiempo capaz de arrasar el ánimo y la voluntad.
Fue en otra tarde cualquiera de ese invierno sobre las siete cuando sonó el teléfono. La habitación estaba solo iluminada por la pequeña lámpara de lectura. Los cristales del ventanal se agitaban con el viento. Se sobresaltó. En la pantalla del móvil apareció su nombre. Sin saber muy bien por qué, no había borrado el número. No tenía el corazón tan duro como para no contestar, y la sorpresa llegó en forma de voz femenina.
-¿Si?
-Hola.
-¿Quién es?
-¿Eres Julia?
-Si, ¿y tú quién eres? Este es el número de Domingo…
-Al otro lado comenzaron a oírse los sollozos y una voz intentando articular las palabras.
Era su hermana. Estaba llamando uno a uno a todos los amigos y contactos que él tenía grabados en el móvil. No eran muchos y la única desconocida era ella. La hermana sólo quería saber quién era. El chico triste había muerto en un desgraciado accidente de moto…
Con el teléfono aún en la mano, su mirada quedó fija y perdida en la oscuridad tras los ventanales empañada por gruesas lágrimas, recordando aquella tarde en el cajero...



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