"Batracios, iconoclastas, cataplasmas, trogloditas"
Capitán Haddock
Bajo el pantalán flotante, cientos de ojos y de pinzas aguardan en apretada comunidad forzosa, palpitante y temblorosa, la llegada del pescador. En las redes colgantes, hechas de fibras naturales para prevenir posibles intentos de fuga, los ermitaños se contraen dentro de sus conchas; cada paso allá arriba puede significar el último viaje hacia las profundidades abisales, aunque ninguno de ellos lo sepa a ciencia cierta. Sólo son rumores porque nadie volvió para contarlo. Se relatan historias en las que los más viejos hablan de amigos que viajaron desnudos y ensartados en un anzuelo hasta ser devorados por los peces allá abajo; aunque todo pertenece a la mitología cangrejil. De momento la vida sigue. El espacio es escaso pero al menos comida no falta, y eso es lo realmente importante.
Se
sienten unos pasos. ¡Alerta!
Pero no… Parece
que esta vez se dirigen hacia la cubierta de otro barco...
Un
suspiro de alivio común provoca miles de burbujitas que ascienden hacia la
superficie como en una copa de champán....
La
música emerge suave desde los altavoces del coche y hace recordar al pescador
los muchos momentos vividos como éste y, junto con los primeros rayos de sol que chocan
contra el parabrisas, lo transportan a un plácido bienestar. Se remueve en el mullido
asiento en busca de una postura más cómoda, estira los brazos sobre el volante,
entorna los ojos y contempla entre suaves silbidos el pasar lento del asfalto
que lo lleva hacia el puerto.
Hace un día espléndido de invierno; el cielo luce un azul limpio y perfecto, ni una nube cuelga del escenario de esta mañana soleada y el pescador piensa para sí que en días como éste parece que todo está en orden en el mundo y que la vida es realmente algo hermoso y lleno de sentido; alejado, muy alejado de las cotidianas miserias y absurdas preocupaciones.
Mientras estas cavilaciones ocupan la cabeza de nuestro protagonista en su placentero camino hacia el puerto, el Ayilla se mece acompasada y tranquilamente, junto con los ermitaños y el pantalán flotante al que ambos están amarrados, en espera de los pasos que lo liberen de sus amarras y lo saquen del letargo portuario para surcar, desafiante y ágil como antaño, las olas del milenario, sabio, ancestral, contaminado, bello y esquilmado mar Mediterráneo rumbo a los secretos e imposibles escondites de sargos, besugos, doradas y demás supervivientes acuáticos, habitantes de los roquedales del litoral de la Costa del Sol.
Ambos,
los cangrejos y el Ayilla, esperan los pasos; ambos lo hacen con encontrados
sentimientos, si es que esto es posible en seres y objetos animales e
inanimados, en uno y otro caso; los primeros con colectivo pánico; el segundo
con nostalgia e ilusión....
El leve ronroneo de motor cesa con media vuelta de llave; la puerta se abre y el pescador sale del coche pletórico y decidido, feliz. Una leve ojeada desde los oscuros cristales de sus gafas de sol en los que se reflejan cientos de mástiles, le basta para comprobar que la mar está lisa y radiante; no hay ni el más mínimo atisbo de la marejada prevista por el parte meteorológico. –“Hoy va a ser un gran día”, comenta en voz baja. No es hombre ambicioso nuestro protagonista; el solo hecho de montar sus cañas y dejarlas asomando por los costados del barco, mientras el suave balanceo, el sol y el silencio que sólo encuentra cuando se aleja unos cientos de metros de la costa lo envuelven en ese especial estado de placer que sólo los pescadores conocen, son ya motivo de suficiente satisfacción para él.
En
esos momentos el mundo se para; el rumor de los coches se apaga en la
distancia; el faro de Calaburras despunta entre la multitud de bloques de
cemento; altivo y espigado apunta al firmamento, guía de navegantes y ornamento
vital de pueblo marinero. Los hombres, en tierra, se mueven como hormigas en
azarosa actividad.
No
obstante, el pescador es ante todo pescador, y si a todo esto puede añadirle la
intensa emoción, la satisfacción de la captura tras la larga espera y la breve
lucha con el pez, tanto mejor. Tampoco es cosa de atracar con las manos vacías.
Los pasos firmes sobre la madera del pantalán lo mueven en saltitos intermitentes; de nuevo los ermitaños se contraen en sus conchas; de nuevo el Ayilla, como perro al que van a sacar a pasear, tira con impaciencia de los cabos. Esta vez no se detienen en otra cubierta; ahora sí que ha llegado el momento. El pescador mira a uno y otro lado antes de izar las redes con los cangrejos y ya no hay duda ni para ellos ni para el barco de que otro día de pesca ha comenzado.



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