Cansado ya de descansar, salí de
Kerí rumbo a Katakolon, en la parte noroeste del Peloponeso, con la intención
de irme acercando al golfo de Patrás y al canal de Corinto.
Como casi siempre en Grecia, me
preocupaban mucho más las entradas a puertos y fondeaderos que la navegación en
solitario. Katakolón no fue la excepción y donde según mi guía náutica debía
haber atraques para yates de paso, se encontraba fondeada una multitud de
barquitos de pesca ocupando casi todo el espacio.
Vi a un hombre en un pequeño
velero de color naranja a cuyo costado había un sitio y le pregunté si podía
atracar allí. Me dijo que sí, y allá fui. Ancla al fondo, molinete abierto,
marcha atrás, un poco de ciaboga y al sitio. ¡Perfecto! Justo a tiempo... El
velero que venía detrás de mí ya no tuvo sitio para amarrar y se tuvo que ir a
fondear fuera del puerto. Era el “Lord Anthony”, un conocido de Vathy, Itaca.
Lo sentí por Tom, pero me alegré de haber de llegado antes.
Katakolon no era un sitio
demasiado bonito. El puerto tiene un muelle comercial y en el pasado fue centro
de una cierta actividad, que ahora se ha visto reducida a cruceros de turistas
que hacen escala aquí para que visiten la antigua Olimpia, cuna de las modernas
Olimpíadas. Pero el entorno que la rodea es muy bonito. Colinas verdes y campo.
Resulta que el señor que estaba
en su pequeño barco naranja junto al que atraqué al llegar es un griego llamado
Kostas. Y resulta que Kostas perdió su ancla en una maniobra de atraque
mientras yo estaba fuera. Así que le ayudé. Nos llevó dos horas bajo el achicharrante
sol de las tres de la tarde encontrarla bajo las turbias aguas del puerto y entre
la maraña de cabos de las otras embarcaciones.
Como agradecimiento, Kostas me
invitó a comer deliciosos platos de comida típicamente griega y juntos nos
tomamos unas cuantas botellas de cerveza Mythos.
Tras los Ouzos indispensables, me
ofreció ir con él a su casita en el campo, cerca de Pirgos, a pasar la tarde.
Kostas vivió casi toda su vida en
Suiza y estuvo casado dos veces. La primera con una china con la que tuvo a su
primer hijo; la segunda con una finlandesa con la que tuvo a su hija Aurora,
que en el momento en que visité su casa se encontraba allí de vacaciones,
embarazada de dos meses.
Con la mujer finlandesa compraron
esta casita sin electricidad ni agua corriente situada en mitad del campo y
rodeada de árboles frutales cuando nació su hija, con la idea de llevar un tipo
de vida alternativa, lejos de la ciudad y del consumismo, hasta que un gran
incendio destruyó toda la zona y decidieron que allí ya no querían estar.
Kostas ya estaba jubilado y
divorciado y vivía solo en la casita un tanto apartado de todo cuando lo
conocí...
Kostas y Aurora |
Después de estar un rato bebiendo
y conversando en la casa atestada de trastos, entre los que se podían contar
objetos tan dispares como un telescopio antiguo o una pequeña embarcación,
aperos de labranza o una cocina solar, nos fuimos los tres a la playa. En estos
días el calor seguía siendo sofocante, verdaderamente intolerable.
Tras la playa y el baño, nos
volvimos al barco y como nos habíamos caído bien, les propuse que me acompañaran
al día siguiente a navegar hasta Killini, nuestro siguiente destino, cosa que
aceptaron con entusiasmo.
De modo que al día siguiente por
la mañana, aparecieron en El Gaviero dispuestos a hacer las veinte millas que
nos separaban de aquél puerto...
El día se presentaba magnífico,
soleado, sin viento y con la mar en calma. Aurora, a pesar de tener solo veinte
años estaba embarazada, de modo que con el calor y el ajetreo del barco se
encontraba cansada y se echó a descansar abajo en la cabina.
Mientras tanto, avanzábamos a
motor rumbo a Killini trajinándonos entre Kostas y yo una botella de vino
blanco griego barato. Una botella dio paso a otra y el “capitán” Kostas acabó
quedándose dormido sentado en cubierta. Demasiado vino barato...
Aurorita dormida y Kostas
dormido... Bonita pareja de marineros...
Cuando el cielo empezó a nublarse
y el viento a soplar y la lluvia a caer, llegamos a Killini.
Nos abarloamos al muelle ayudados
por un señor de bigote y abundante pelo
blanco recogido en una coleta que, sin yo saberlo entonces, se acabaría
convirtiendo en mi mejor amigo en Grecia, justo a tiempo de evitar el gran
chubasco de agua y viento que se cernió sobre nosotros. Más de cuarenta nudos
de viento en el puerto... ¡Glups!
Salvados por los pelos...
Poco después entró un velero con
las velas rotas, otro embarrancó en la bocana del puerto y otro que estaba
fondeado brincaba como un caballo loco y en cuanto pudo se marchó de allí...
De modo que, a falta de algo
mejor que hacer, Kostas siguió durmiendo y Aurorita y yo nos pusimos a jugar a
las cartas mientras la lluvia caía y
refrescaba el tórrido ambiente de las últimas semanas. Era agradable estar a
refugio en puerto bajo el frescor de la lluvia...
Al día siguiente nos despedimos y
mis amigos se volvieron a su casa. Siempre recordaré con cariño los momentos que
pasé en compañía de Kostas. Como tantos otros griegos, una persona
hospitalaria, amable, sencilla y cercana.
Tabernas en Katakolon |
Más tarde me marché a visitar las
ruinas de Olimpia y el castillo de Chlemoutsi, y los siguientes días me dediqué
a hacer la NADA en este puerto, viendo atracar y desatracar a los ferries
llenos de veraneantes, fumando y bebiendo cerveza Fix y ouzo en compañía del
señor del bigote y el abundante pelo blanco recogido en una coleta, mi amigo
Alessandro, el profesor italiano del que hablaré más adelante y con el que
recorrí buena parte del Jónico.
Pero eso será en otro momento...
Flavia y Alessandro |