“Todos necesitan del acicate de una busca para vivir; para el viajero
ese acicate reside en cualquier sueño.” Bruce
Chatwin. “En La Patagonia ”
Los pescadores y marineros mediterráneos
se diluyen en el mar y forman parte de él desde muchos siglos atrás; se mecen
en sus embarcaciones de colores indiferentes a cuanto les pasa por la proa.
Nosotros, los navegantes de paso, éramos alemanes, ingleses, holandeses, unos
pocos españoles, insignificantes todos para ellos. Aunque cuando pasas tiempo
navegando, gradualmente te vas despegando de las naciones. Llegué a odiar las
naciones.
El mar no puede reclamarse ni
poseerse; es un trozo de seda azul arrastrado por los vientos, nunca sujeto a
parte alguna y que desde antiguo ha recibido muchos nombres distintos. Algunos
de nosotros, incluso los que teníamos hogares e hijos lejos, en otros lugares
de Europa, deseábamos quitarnos la ropa de nuestros países. Es un lugar en el
que reina la fe y el presente, el mar. Desaparecíamos en el paisaje compuesto
de fuego y agua y abandonábamos puertos de bellos nombres: Marettimo, Cefalú, Lefkada,
Itaca, Zakintos, Vonitza… ¡Qué nombres tan hermosos! Deseábamos la libertad y
borrar las fronteras. Esas fueron las enseñanzas que me aportó el mar. El poder,
las posesiones materiales y las preocupaciones financieras eran cosas
pasajeras.
En palabras de Herodoto: “Pues
las ciudades que fueron grandes en épocas pasadas han de haber perdido su
importancia ahora y las que eran grandes en mi época eran pequeñas en la
anterior. (…). La buena fortuna del hombre nunca permanece en el mismo lugar.”
Llegando a Cefalú |
Cefalú apareció a la vista como
un lugar tentador en el que recalar. Sus casitas se esparcían junto a una
redonda montaña similar a un pastel.
Fondeo |
Tras luchar contra una incómoda
mar de proa y liberar un plástico que se enredó en la hélice, finalmente
atraqué y bajé a tierra a dar un paseo.
Las calles de Cefalú eran un
hervidero de turistas, bandas de música locales recorriendo el pueblo, tiendas
de souvenirs y restaurantes carísimos. Típicos balcones sicilianos cubiertos de
ropa tendida entre ellos y antiguas casas de piedra daban encanto al conjunto.
Estando fondeado junto al puerto
en una cala rodeada de rocas y de bonitas casas junto al mar, entre una tupida
vegetación y unas pequeñas montañas con forma de castillo de cuento, de repente
se acercó una pequeña embarcación tripulada por un tipo de unos cuarenta años,
delgado y tostado por el sol que me grita en perfecto español: -¡Bonito barco!;
-Me encantan estos barcos antiguos con forma de copa de coñac…
-Gracias, le contesto, me llamo
Germán.
-Encantado, yo me llamo Alon
Le invité a subir a bordo y tomar
una cerveza.
Calles de Cefalú |
Alon resultó ser el patrón de un
lujoso y enorme velero que se encontraba fondeado no muy lejos del Gaviero,
propiedad de un rico israelí, de nombre “Bacheeva”. Tras charlar un rato,
contarle que viajaba solo y sin piloto automático, me invitó a ir a cenar
con ellos y a presentarme a un joven que tenían embarcado y que quería hacer millas para obtener su título de
patrón en Inglaterra.
El Gaviero atracado |
De modo que por la tarde una
joven rubia, de ojos azules y aspecto de modelo de revista se acercó a
recogerme en el chinchorro para llevarme al “Bacheeva”, un imponente velero de
diseño moderno de unos treinta metros con todos los lujos y comodidades
imaginables. Todos a bordo eran israelíes, excepto la rubia, que era suiza y
hablaba perfecto español con acento mexicano. Una extraña reunión…
El ricachón, con cara de
prestamista judío, estaba tumbado sobre unos cojines en cubierta, en bañador y
camiseta. Pelo negro, nariz aguileña, ademanes pausados. No cesaba de mirar
alternativamente dos teléfonos móviles y una tablet, completamente ajeno a todo
lo que le rodeaba. Incluyendo la magnífica noche de verano y luna llena y a
todos nosotros. Una copa de vino blanco reposaba delante de él. No abría la
boca. Leonard Cohen cantaba su “Aleluya” a través de los altavoces de cubierta.
Los demás bebíamos vino blanco y
fumábamos. Ron y Doron, mi futuro tripulante y un amigo del prestamista respectivamente,
jugaban al ajedrez. Doron, rubio con ojos azules y una cara que con una túnica,
barba y unas sandalias, habría podido pasar por uno de los doce apóstoles, era
el único que bromeaba con el armador y le daba de tanto en tanto cariñosas
palmaditas en el hombro. Curiosamente hablaba también perfecto español y vivía
en Ibiza…
El capitán Alon y su guapa novia
preparaban la cena, ponían la mesa y trataban de hacer el ambiente a bordo agradable.
Hablando con ellos (por
separado), descubrí que ella estaba enamoradísima de él, pese a ser mucho más
joven; supe que él estaba harto de tenerla a bordo y estaba deseando librarse
de ella; que se conocieron en México y que las discusiones a bordo eran
constantes, razón por la que el joven Ron quería desembarcar y venirse a
navegar conmigo.
El resto de la noche transcurrió
entre botellas de vino blanco italiano, extrañas conversaciones y un rico
prestamista judío que miraba pantallas de móviles en lugar de mirar las
estrellas a bordo de su carísimo velero de treinta metros.
Abandoné este pequeño universo
flotante habitado por personas en forzada convivencia bien entrada la noche,
envuelto en los vapores del vino, sin saber que volvería a encontrarlas en la
isla de Vulcano y con la única certeza de haber conseguido un “piloto
automático”, el amigo Ron…
Leonard Cohen seguía cantando a
lo lejos su “Aleluya”…
Ron, el "piloto automático" |