“Do not move. Let the wind speak. That is paradise”
Kazantzakis. Zorba el griego.
En Málaga, antes de emprender la travesía |
Cuando has vuelto y te das cuenta
de lo mucho que te va a costar adaptarte tras tantas noches pasadas bajo el
cielo desnudo y rebosante de estrellas, de viento hinchando las velas, de
puertos con nombres imposibles, de vivir la intensidad del contacto directo con
la naturaleza y sus caprichos, de tantos amigos efímeros en efímeras paradas,
de tanta soledad e independencia, de tanta libertad… Cuando finalmente el barco
está amarrado en la seguridad del puerto conocido y tu cabeza te dice que la
aventura ya terminó y que es tiempo de volver a antiguas rutinas y compromisos,
entonces los recuerdos y las sensaciones vividas se abren paso en tromba en un
desesperado intento de no ser olvidados, de tratar de continuar presentes pese
a la imparable rueda de la vida que no se detiene…
Y está bien que así sea. No es
bueno vivir de recuerdos, aunque recordar sea vivir. Aunque haya cosas que uno
no olvida nunca mientras viva.
Y quizá Grecia forme parte de
esas cosas que merecen ser recordadas por su condición de puerta de entrada a
un mundo en el que se entremezclan con naturalidad y sencillez la realidad y
los sueños; un mundo en el que los dioses siguen mezclados con los hombres en sus
ocupaciones cotidianas.
Un mundo azul y blanco, como los
colores de su bandera; un mundo en el que los barcos ocupan un lugar principal
desde la antigüedad y se deslizan entre nombres míticos bajo cielos y mares
antiguos y sabios.
Grecia…
No…
Verdaderamente cuando uno ha
conocido Grecia, ha navegado entre sus islas, ha tratado a su gente y visitado
sus pueblos y ha sentido latir el corazón del Mediterráneo antiguo, no es
posible olvidarla. Sencillamente, no es posible…
Rumbo a Cerdeña |
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