domingo, 22 de enero de 2017

Encuentro en Cefalú




“Todos necesitan del acicate de una busca para vivir; para el viajero ese acicate reside en cualquier sueño.”  Bruce Chatwin. “En La Patagonia

Los pescadores y marineros mediterráneos se diluyen en el mar y forman parte de él desde muchos siglos atrás; se mecen en sus embarcaciones de colores indiferentes a cuanto les pasa por la proa. Nosotros, los navegantes de paso, éramos alemanes, ingleses, holandeses, unos pocos españoles, insignificantes todos para ellos. Aunque cuando pasas tiempo navegando, gradualmente te vas despegando de las naciones. Llegué a odiar las naciones.
El mar no puede reclamarse ni poseerse; es un trozo de seda azul arrastrado por los vientos, nunca sujeto a parte alguna y que desde antiguo ha recibido muchos nombres distintos. Algunos de nosotros, incluso los que teníamos hogares e hijos lejos, en otros lugares de Europa, deseábamos quitarnos la ropa de nuestros países. Es un lugar en el que reina la fe y el presente, el mar. Desaparecíamos en el paisaje compuesto de fuego y agua y abandonábamos puertos de bellos nombres: Marettimo, Cefalú, Lefkada, Itaca, Zakintos, Vonitza… ¡Qué nombres tan hermosos! Deseábamos la libertad y borrar las fronteras. Esas fueron las enseñanzas que me aportó el mar. El poder, las posesiones materiales y las preocupaciones financieras eran cosas pasajeras.
En palabras de Herodoto: “Pues las ciudades que fueron grandes en épocas pasadas han de haber perdido su importancia ahora y las que eran grandes en mi época eran pequeñas en la anterior. (…). La buena fortuna del hombre nunca permanece en el mismo lugar.”

Llegando a Cefalú
                             
 Así pues, y con estas reflexiones en mi cabeza, seguí navegando y sin piloto automático por la salvaje y a veces inhóspita costa norte de Sicilia rumbo a Cefalú. Con música y paciencia llevé el timón durante horas. Muchas horas… Durante la noche, iluminada por una imponente luna llena, me crucé con numerosas barquitas de pesca, cuyos tripulantes me saludaban al pasar; las luces de Palermo brillaban a lo lejos… Nada más perturbaba la noche, el resto de la costa estaba libre de la contaminación urbanística propia de otras zonas costeras. Tan sólo las siluetas de las altas montañas se recortaban en el negro fondo del cielo nocturno y las innumerables estrellas adornaban el escenario de esa noche perfecta.
Cefalú apareció a la vista como un lugar tentador en el que recalar. Sus casitas se esparcían junto a una redonda montaña similar a un pastel.

Fondeo
Tras luchar contra una incómoda mar de proa y liberar un plástico que se enredó en la hélice, finalmente atraqué y bajé a tierra a dar un paseo.
Las calles de Cefalú eran un hervidero de turistas, bandas de música locales recorriendo el pueblo, tiendas de souvenirs y restaurantes carísimos. Típicos balcones sicilianos cubiertos de ropa tendida entre ellos y antiguas casas de piedra daban encanto al conjunto.
Estando fondeado junto al puerto en una cala rodeada de rocas y de bonitas casas junto al mar, entre una tupida vegetación y unas pequeñas montañas con forma de castillo de cuento, de repente se acercó una pequeña embarcación tripulada por un tipo de unos cuarenta años, delgado y tostado por el sol que me grita en perfecto español: -¡Bonito barco!; -Me encantan estos barcos antiguos con forma de copa de coñac…
-Gracias, le contesto, me llamo Germán.
-Encantado, yo me llamo Alon
Le invité a subir a bordo y tomar una cerveza.

Calles de Cefalú


Alon resultó ser el patrón de un lujoso y enorme velero que se encontraba fondeado no muy lejos del Gaviero, propiedad de un rico israelí, de nombre “Bacheeva”. Tras charlar un rato, contarle que viajaba solo y sin piloto automático, me invitó a ir a cenar con  ellos y a presentarme a un joven que tenían embarcado y que quería hacer millas para obtener su título de patrón en Inglaterra.


El Gaviero atracado
                      
De modo que por la tarde una joven rubia, de ojos azules y aspecto de modelo de revista se acercó a recogerme en el chinchorro para llevarme al “Bacheeva”, un imponente velero de diseño moderno de unos treinta metros con todos los lujos y comodidades imaginables. Todos a bordo eran israelíes, excepto la rubia, que era suiza y hablaba perfecto español con acento mexicano. Una extraña reunión…
El ricachón, con cara de prestamista judío, estaba tumbado sobre unos cojines en cubierta, en bañador y camiseta. Pelo negro, nariz aguileña, ademanes pausados. No cesaba de mirar alternativamente dos teléfonos móviles y una tablet, completamente ajeno a todo lo que le rodeaba. Incluyendo la magnífica noche de verano y luna llena y a todos nosotros. Una copa de vino blanco reposaba delante de él. No abría la boca. Leonard Cohen cantaba su “Aleluya” a través de los altavoces de cubierta.
Los demás bebíamos vino blanco y fumábamos. Ron y Doron, mi futuro tripulante y un amigo del prestamista respectivamente, jugaban al ajedrez. Doron, rubio con ojos azules y una cara que con una túnica, barba y unas sandalias, habría podido pasar por uno de los doce apóstoles, era el único que bromeaba con el armador y le daba de tanto en tanto cariñosas palmaditas en el hombro. Curiosamente hablaba también perfecto español y vivía en Ibiza…
El capitán Alon y su guapa novia preparaban la cena, ponían la mesa y trataban de hacer el ambiente a bordo agradable.
Hablando con ellos (por separado), descubrí que ella estaba enamoradísima de él, pese a ser mucho más joven; supe que él estaba harto de tenerla a bordo y estaba deseando librarse de ella; que se conocieron en México y que las discusiones a bordo eran constantes, razón por la que el joven Ron quería desembarcar y venirse a navegar conmigo.
El resto de la noche transcurrió entre botellas de vino blanco italiano, extrañas conversaciones y un rico prestamista judío que miraba pantallas de móviles en lugar de mirar las estrellas a bordo de su carísimo velero de treinta metros.
Abandoné este pequeño universo flotante habitado por personas en forzada convivencia bien entrada la noche, envuelto en los vapores del vino, sin saber que volvería a encontrarlas en la isla de Vulcano y con la única certeza de haber conseguido un “piloto automático”, el amigo Ron…
Leonard Cohen seguía cantando a lo lejos su “Aleluya”…

Ron, el "piloto automático"




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