domingo, 30 de noviembre de 2025

Mala mar




No la vio venir

Navegó esforzado y despreocupado durante años; entre temporales, chubascos, calmas, mala mar, incontables días bellos y soleados; calurosos y fríos; otros tantos aburridos y extraños,

Hasta que un día llegó...

Ella

La ola

Les puso popa al cielo, casi vertical, con un rugido sordo y envolvente de animal salvaje;

bajo la resaca vislumbraron oscuridades rocosas y algas anchas de verde brillante,

estuvieron en la cresta y luego vino lo peor…

La bajada

Brusca, violenta, de alguna manera desconcertante; alcanzaron velocidad de vértigo;

Al parar, el revolcón les dejó ciegos en un centrifugado de espumas blancas y ruido de conchas,

creyeron desaparecer...

Después vino la calma. Y no fue mucho mejor.

El barco flotaba aun.  Las maderas abiertas, los mástiles desarbolados, el agua corría en las sentinas.

Pero flotaba…

Quedó la incierta alegría de estar vivos y la ardua tarea de la supervivencia y la reconstrucción,

pero las secuelas del naufragio permanecieron.

Vinieron otros barcos; ya nunca fue el mismo capitán. No podía ser.

Así es la ley del mar; olas sucediéndose unas tras otras eternamente, arrasando, inagotables; indiferentes a las ocupaciones de los hombres en sus dominios;

Desgastándolos como a las piedras redondas de las playas recónditas…

Y él lo sabía...


lunes, 27 de octubre de 2025

El chico del cajero

"A decir verdad, no era de esos tipos que se lo piensan mucho. Estos soñadores que se limitan a presenciar la agitación del mundo son drásticos una vez atrapados por la necesidad de actuar"

Conrad




Se quedó sin dinero, de modo que comenzó a caminar por la larga avenida en busca de un cajero mientras las últimas luces del día se iban desvaneciendo y el sol anaranjado se perfilaba partido por la mitad al final de la calle entre los altos edificios; debían de ser las siete de la tarde de un desapacible mes de octubre cualquiera en aquella ciudad del sur. 

Pegado a la ventanita metálica en la esquina de la calle estaba él, inclinado sobre la pequeña pantalla tratando de obtener el dinero que necesitaba, o al menos alguna información sobre su saldo en aquel maldito banco, pero el mensaje volvía a aparecer una y otra vez: “saldo insuficiente”, aunque sabía de sobra que tenía “saldo suficiente”, así que su mal humor se iba encendiendo poco a poco. 

Ella se colocó detrás aguardando su turno y tras un buen rato esperando, empezó a impacientarse y a ponerse nerviosa. Sus pies no querían quedarse quietos en el sitio y daban pequeños pasitos hacia uno y otro lado, al tiempo que sus ojos miraban en todas direcciones. Al fin, el chico se retiró ofuscado protestando ante la imposibilidad de conseguir su objetivo y al darse la vuelta sus miradas se encontraron. 

-Perdona… 

-Tranquilo, no pasa nada. 

-He tardado mucho. 

Ella sonrió sin decir nada. 

Aquella sonrisa amable, amplia, mostrando unos dientes algo separados que le daban un toque divertido, casi infantil, acabó de hacerle olvidar su problema con el cajero y en ese instante supo que tenía que hacer algo; no podía dejar que se esfumara así como así. El mal humor se disipó de repente. Aguardó a que ella terminara en el cajero, y al darse la vuelta para seguir su camino le preguntó: 

-¿Cómo te llamas? 

Ella lo miró sorprendida aunque no asustada y como no le pareció un tipo peligroso, sin saber exactamente por qué, se lo dijo. 

-Julia.

El viento que cruzaba las calles proveniente del mar formó un remolino de papeles en torno a sus pies y sus cabellos castaños y rizados se empeñaron en ocultarle la cara, rebeldes. En este preciso momento aprovechó para invitarla a tomar un café. Aceptó. 

La cafetería estaba llena de gente, y el humo de los cigarrillos envolvía las conversaciones disipando las palabras hasta convertirlas en un murmullo apagado. Hacía calor. Ella pidió un cortado y él un Bombay con tónica confiando en que el alcohol le templaría el ánimo y le daría el valor suficiente para dar el siguiente paso. Era tímido y no estaba pasando por el mejor momento de su vida. 

-No sé muy bien qué decirte… 

-¿Y por qué me has invitado a venir entonces?

-No lo sé. Creo que sentí que quería conocerte en cuanto te he visto. No tengo una explicación. 

-Pues no es una cosa muy normal, ¿no? La gente no va haciendo por ahí cosas sin saber por qué, dijo sonriendo.

-Ya. Pero ya te digo, estoy pasando una época rara en mi vida y hago cosas que normalmente no haría. 

-¿Y qué te pasa? 

-Sería largo de contar y creo que ahora no es el momento. Preferiría que me contaras cosas de ti. 

-Bueno, la verdad es que ahora no tengo mucho tiempo. No pensaba parar a tomar este café pero ya que me has invitado, te lo agradezco. Ahora me tengo que ir, ya quedaremos otro día, ¿vale? 

-Vale. ¿Me das tu número de teléfono? Si no va a ser imposible que nos volvamos a encontrar. 

Ella dudó, pero finalmente se lo dio.

Después de dos citas la besó. No tenía muy claro hacia adonde iba todo aquello. Su insistencia la estaba  abrumando; no lo conocía de nada y ya le estaba empezando a molestar que un extraño la metiera en todos sus problemas. El chico triste parecía querer tener un hombro sobre el que llorar, así que ella decidió cortar por lo sano y acabar con el asunto de raíz; fue un poco brusca y quizá desagradable, pero pensó que era la única manera de que él entendiera. 

Él entendió. 






Aquel invierno estaba resultando más frío de lo habitual en aquélla ciudad del sur. El viento de poniente sopló con furia durante semanas trayendo consigo lluvias y borrascas, la humedad calaba hasta los huesos; las olas atlánticas barrían el litoral con furia y el océano verdoso no había dejado de agitarse incesantemente bajo un cielo gris y encapotado. Un tiempo capaz de arrasar el ánimo y la voluntad. 

Fue en otra tarde cualquiera de ese invierno sobre las siete cuando sonó el teléfono. La habitación estaba solo iluminada por la pequeña lámpara de lectura. Los cristales del ventanal se agitaban con el viento. Se sobresaltó. En la pantalla del móvil apareció su nombre. Sin saber muy bien por qué, no había borrado el número. No tenía el corazón tan duro como para no contestar, y la sorpresa llegó en forma de voz femenina. 

-¿Si? 

-Hola.

-¿Quién es? 

-¿Eres Julia? 

-Si, ¿y tú quién eres? Este es el número de Domingo… 

-Al otro lado comenzaron a oírse los sollozos y una voz intentando articular las palabras. Era su hermana. Estaba llamando uno a uno a todos los amigos y contactos que él tenía grabados en el móvil. No eran muchos y la única desconocida era ella. La hermana sólo quería saber quién era. El chico triste había muerto en un desgraciado accidente de moto… 

Con el teléfono aún en la mano, su mirada quedó fija y perdida en la oscuridad tras los ventanales empañada por gruesas lágrimas, recordando aquella tarde en el cajero...


viernes, 24 de octubre de 2025

El compensador de agujas

 





Calima densa en el Estrecho de Gib
raltar, especialmente al pasar por el Mirador del Estrecho y el puerto de El Cabrito. No se ve nada a lo lejos, tan sólo un leve contorno de lo que debe ser Marruecos y las amenazadoras y cortantes aspas de los gigantescos molinos de viento productores de energía eólica, que parecen querer arrancar de cuajo estos montes para llevárselos con todo lo que sobre ellos se asienta o circula, lejos de estos enfurecidos aires, tal vez para unir las desunidas orillas de los dos continentes que aquí se encuentran, mirándose frente a frente, separados tan sólo por un hilo de mar.

Con el estómago satisfecho por la ración de lomo en manteca “colorá” y el café mañanero servidos con diligencia por la lozana ventera de “La Barca de Vejer”,el compensador de agujas escucha las noticias en la radio mientras su potente coche engulle las curvas que lo separan de su destino: el Puerto de Algeciras. Mira el reloj y sonríe; va con tiempo de sobra. “A quien madruga, Dios le ayuda”, piensa. De pronto suena el móvil con su musiquita impertinente: “tiii-rutu-turí, tiiiii-rutu-turí”. –“Me cago en diez, ¿quién será ahora?”. Agarra el teléfono con una mano y el volante a duras penas con la otra. –“¿siii?, -vale, -¿media hora?; bueno, ya me queda poco para llegar.” Huuy, el coche se ha ido hacia el centro de la carretera y casi chocan su retrovisor y el del coche que viene en dirección contraria. Bueno, no pasa nada; el barco se ha adelantado pero como ha sido previsor, él llegará a tiempo.

Efectivamente, a la hora convenida el compensador ya está en el puerto, y como el barco está todavía fuera de la bahía, navegando a velocidad moderada para poder efectuar las maniobras pertinentes antes de entrar en él, en contra de lo que se suele hacer habitualmente, ha de esperar a que el práctico lo lleve con su lancha hasta el buque. Lo normal hubiera sido que la compensación se hiciera al salir el barco del puerto, pero en este caso es al revés.

Por ahí viene el práctico en su lancha; vamos a subir a bordo con cuidado; se va a abarloar a otro barco que está amarrado al muelle, así que tendremos que atravesar su cubierta. “Alehop”, ya estamos a bordo de la lanchita identificada con una P. Ahora vamos al encuentro del “barcazo” porta contenedores que está esperando en la bahía; no hay un minuto que perder. El práctico va muy bien vestido, de azul y con corbata; lleva gafas y el pelo corto; tiene un aire a Alfonso Guerra, de hecho se le parece bastante; es conversador y educado, y mientras la lancha salta sobre el encabritado mar, el compensador le explica entre pantocazos la maniobra que van a tener que realizar para poder llevar a buen término la inspección que tan fundamental para la segura navegación del buque resulta.

Cuando la proa de la pequeña embarcación estuvo cerca, un gran muro gris que parecía emerger de lo más profundo del mar ocultó los escasos rayos del exiguo sol de Febrero que brillaban aquel día; los últimos peldaños y cabos de la escala de gato por la que había de subir le recordaron al compensador el inicio de una larga escalada cuyo fin sólo podía ser la conquista de la cubierta principal, o la precipitación a las turbias aguas, opción nada halagüeña ésta en lo que a su bienestar físico respecta. Con las manos enguantadas bien agarradas a los cabos y los pies firmes en los peldaños de madera comienza la ascensión, despacio, poco a poco, más vale hacer estas cosas de un modo lento pero seguro. Mediado el trayecto no puede nuestro protagonista evitar una rápida mirada hacia arriba que le aliente a seguir el camino con la proximidad del destino. La cubierta ya no está lejos y desde ella, lo observa un marinero filipino desgreñado y de amenazador aspecto  que bien podría pasar por Sandokan, tigre de Malasia y Príncipe de Mompracem, tal vez deseando que se caiga para pasar un buen rato con el que amenizar la aburrida existencia a bordo. Pero tal vez esto sea mucho imaginar.

Cuando por fin llega arriba, otro marinero también filipino y un oficial ruso alto y calvo lo acompañan hasta el puente, en otra ascensión vertiginosa por escaleras sin fin que conducen hasta el mismo; no hay ascensor en este navío. El ejercicio físico es muy saludable y le hace un gran bien a nuestro hombre.

Por fin, y tras subir siete cubiertas, llega al puente. El capitán, el primer oficial y el marinero que está al timón esperan para recibir sus instrucciones. Tras saludarlos, le indica al práctico lo que quiere hacer, y con sus bártulos sube al lugar en el que está instalada la magistral. El fuerte viento le agita furiosamente el escaso cabello blanqueado por el tiempo, aunque el compensador fue canoso prematuro; cosa de familia. La aguja magistral está abrigada por una lona de las inclemencias meteorológicas, y es desnudada cuidadosamente para acto seguido ser destripada en busca de los vitales imanes que rigen su correcto funcionamiento. Por un walkie-talkie, el práctico recibirá la orden que habrá de transmitir al piloto para poner el barco a los rumbos requeridos. Mientras tanto, el capitán se sienta en una bonita silla de madera situada a babor en el puente y observa la maniobra en silencio; el primer oficial observa también en silencio. Son todos muy silenciosos en este barco. “Hard to port”, -Ordena el práctico. “Hard to port”, -Repite el piloto mientras coloca el timón todo a babor y el barco comienza a maniobrar-. “Amidships”, -ordena el práctico cuando ve que se aproxima el rumbo deseado-. “Amidships”, -Repite el estrafalario piloto barrigón y con tupidos tatuajes asomando en las piernas bajo los cortos pantalones deportivos-. El barco cargado hasta los topes con contenedores vacíos procedentes de Nigeria y Senegal responde estupendamente a los movimientos del timón, sin usar la hélice de proa, o bow thrusters en inglés. “Ten to starboard”. “Hay que corregir un poco el rumbo para no pasarse, piensa el práctico”. “Ten to starboard”, -Repite el filipino-. El capitán no interviene en nada; es mayor, canoso y calvo; viste pantalones vaqueros, zapatos marrones muy lustrados y deformados por los juanetes. Jersey azul marino. Muy serio.

Al compensador se le ha volado la gorra que se puso para protegerse un poco del viento y del frío; está solo ahí arriba, junto a la rugiente y humeante chimenea negra. Ya queda poco para terminar la maniobra, tan sólo comprobar un par de rumbos circulares más y un cuadrantal. Los desvíos están apuntados y corregidos. Después, ya en el puente, habrá que introducirlos en un programa especial de la calculadora y la tablilla estará hecha.

El filipino de los tatuajes cubre sus pies con calcetines blancos y zapatos negros cortados por la parte de atrás, va muy serio y concentrado en su tarea de gobernar el timón. El oficial ruso tiene cara de buena persona y también va muy serio.

Finalmente el práctico, que ha estado durante toda la maniobra junto a la pantalla de radar, apoyado en la consola sobre la que van colocados todos los instrumentos de navegación y desde la que se domina a través de los ventanales del puente todo el campo de visión desde la proa a los costados, ordena al timonel que mantenga el rumbo que les llevará directamente hasta el lugar escogido para atracar en el muelle.

El espacio es justo; a simple vista se diría que el barco no entrará, pero el práctico sabe lo que se hace; no en vano lleva años navegando y ejerciendo el practicaje. El capitán y el oficial abandonan su aparente tranquilidad y comienzan a tomar parte activa en la maniobra. Desde el alerón de estribor, y con el walkie en la mano, se mantiene en contacto con los oficiales que controlan la maniobra a proa y a popa; ni la una ni la otra se ven desde el puente; todo es un mar de contenedores, tanto a bordo como en tierra; un potente remolcador, que tampoco se ve, sujeta al barcazo por popa para evitar que se estrelle contra el muelle por culpa del abatimiento que produce el viento del sur; con la proa no hay cuidado ya que tiende a ponerse en la dirección del viento.

Mientras tanto, el compensador se ha preparado un café y lo toma tranquilamente, ajeno a todo, mientras concluye su trabajo con los cálculos en el cuarto de derrota, sobre la carta meteorológica llena de símbolos rojos que representan los vientos que soplan en la zona; los mismos que hacía un par de horas movían enérgicamente los molinos sin Quijote de Tarifa, los que caprichosamente y por diversión habían arrancado la gorra a nuestro protagonista minutos atrás para verlo despeinarse.

Desde la tremenda altura del alerón, los amarradores se ven pequeños. El barco se aproxima rápidamente al muelle, parece que se va a producir un choque violento; sin embargo solo lo parece, ya que cuando los cabos abrazan a los norays y el barco está en su sitio no se siente ni el más leve movimiento. Al lado, unas grúas gigantescas descargan contenedores de dos en dos, mientras otras ya están preparándose para comenzar a descargar al recién llegado. Mañana de madrugada hay que volver a salir. ¡No hay tiempo que perder! Todo ha salido bien. El práctico y el compensador de agujas se despiden del capitán; son invitados a comer a bordo, pero declinan el ofrecimiento; aún hay demasiadas cosas que hacer...

La vertiginosa escala de gato espera acechante a que nuestros hombres desciendan por ella. Sandokan todavía está allí, y el oficial ruso los acompaña para despedirlos. Al final esboza una sonrisa antes de proseguir su camino hacia proa.

Tras despedirse del práctico y salir del puerto, el compensador recuerda para sus adentros, mientras conduce de vuelta a casa, los años vividos a bordo de barcos como este. También un día él fue capitán y vivió emocionantes aventuras en puertos lejanos; en Brasil, en Argentina, en Nigeria, en Canadá.... En tiempos en que la navegación era distinta y podías llegar a pasar semanas enteras en Salvador de Bahía o en Buenos Aires esperando a que fuera posible cargar o descargar el barco.  “Antes no había grúas mastodónticas que cargan y descargan un barco completo en horas”, “los barcos eran más habitables”, “yo tenía que ir con mi sextante bajo el brazo cada vez que iba a embarcar”, “joder, ¡qué tiempos aquellos!.....”.

Y así, entre pensamientos y sumido en los recuerdos de una vida pasada en el mar hasta que los hijos y otras ocupaciones lo anclaron definitivamente en tierra firme, el compensador de agujas náuticas conduce por la serpenteante carretera a través del bello paisaje gaditano, entre toros bravos y alcornoques, bajo un cielo despejado y azul rumbo a Cádiz, la ciudad trimilenaria y marinera en la que habita y desde la que cada día al ver el inmenso océano azul que la rodea siente que ni éste lo ha dejado escapar del todo, ni él lo ha podido dejar nunca.

 

Cádiz, febrero de 2004

 

Cangrejos ermitaños

 

"Batracios, iconoclastas, cataplasmas, trogloditas"

Capitán Haddock





Bajo el pantalán flotante, cientos de ojos y de pinzas aguardan en apretada comunidad forzosa, palpitante y temblorosa, la llegada del pescador. En las redes colgantes, hechas de fibras naturales para prevenir posibles intentos de fuga, los ermitaños se contraen dentro de sus conchas; cada paso allá arriba puede significar el último viaje hacia las profundidades abisales, aunque ninguno de ellos lo sepa a ciencia cierta. Sólo son rumores porque nadie volvió para contarlo. Se relatan historias en las que los más viejos hablan de amigos que viajaron desnudos y ensartados en un anzuelo hasta ser devorados por los peces allá abajo; aunque todo pertenece a la mitología cangrejil. De momento la vida sigue. El espacio es escaso pero al menos comida no falta, y eso es lo realmente importante.

Se sienten unos pasos. ¡Alerta!

Pero no… Parece que esta vez se dirigen hacia la cubierta de otro barco...

Un suspiro de alivio común provoca miles de burbujitas que ascienden hacia la superficie como en una copa de champán....

La música emerge suave desde los altavoces del coche y hace recordar al pescador los muchos momentos vividos como éste y, junto con los primeros rayos de sol que chocan contra el parabrisas, lo transportan a un plácido bienestar. Se remueve en el mullido asiento en busca de una postura más cómoda, estira los brazos sobre el volante, entorna los ojos y contempla entre suaves silbidos el pasar lento del asfalto que lo lleva hacia el puerto.

Hace un día espléndido de invierno; el cielo luce un azul limpio y perfecto, ni una nube cuelga del escenario de esta mañana soleada y el pescador piensa para sí que en días como éste parece que todo está en orden en el mundo y que la vida es realmente algo hermoso y lleno de sentido; alejado, muy alejado de las cotidianas miserias y absurdas preocupaciones.

Mientras estas cavilaciones ocupan la cabeza de nuestro protagonista en su placentero camino hacia el puerto, el Ayilla se mece acompasada y tranquilamente, junto con los ermitaños y el pantalán flotante al que ambos están amarrados, en espera  de los pasos que lo liberen de sus amarras y lo saquen del letargo portuario para surcar, desafiante y ágil como antaño, las olas del milenario, sabio, ancestral, contaminado, bello y esquilmado mar Mediterráneo rumbo a los secretos e imposibles escondites de sargos, besugos, doradas y demás supervivientes acuáticos, habitantes de los roquedales del litoral de la Costa del Sol.

Ambos, los cangrejos y el Ayilla, esperan los pasos; ambos lo hacen con encontrados sentimientos, si es que esto es posible en seres y objetos animales e inanimados, en uno y otro caso; los primeros con colectivo pánico; el segundo con nostalgia e ilusión....

 Sea como fuere, a ambos se les va a acabar la espera en breve.

El leve ronroneo de motor cesa con media vuelta de llave; la puerta se abre y el pescador sale del coche pletórico y decidido, feliz. Una leve ojeada desde los oscuros cristales de sus gafas de sol en los que se reflejan cientos de mástiles, le basta para comprobar que la mar está lisa y radiante; no hay ni el más mínimo atisbo de la marejada prevista por el parte meteorológico. –“Hoy va a ser un gran día”, comenta en voz baja. No es hombre ambicioso nuestro protagonista; el solo hecho de montar sus cañas y dejarlas asomando por  los costados del barco, mientras el suave balanceo, el sol y el silencio que sólo encuentra cuando se aleja unos cientos de metros de la costa lo envuelven en ese especial estado de placer que sólo los pescadores conocen, son ya motivo de suficiente satisfacción para él.

En esos momentos el mundo se para; el rumor de los coches se apaga en la distancia; el faro de Calaburras despunta entre la multitud de bloques de cemento; altivo y espigado apunta al firmamento, guía de navegantes y ornamento vital de pueblo marinero. Los hombres, en tierra, se mueven como hormigas en azarosa actividad.

No obstante, el pescador es ante todo pescador, y si a todo esto puede añadirle la intensa emoción, la satisfacción de la captura tras la larga espera y la breve lucha con el pez, tanto mejor. Tampoco es cosa de atracar con las manos vacías.

Los pasos firmes sobre la madera del pantalán lo mueven en saltitos intermitentes; de nuevo los ermitaños se contraen en sus conchas; de nuevo el Ayilla, como perro al que van a sacar a pasear, tira con impaciencia de los cabos. Esta vez no se detienen en otra cubierta; ahora sí que ha llegado el momento. El pescador mira a uno y otro lado antes de izar las redes con los cangrejos y ya no hay duda ni para ellos ni para el barco de que otro día de pesca ha comenzado.

sábado, 20 de septiembre de 2025

Agua de naufragio

"Papá dice que el borracho empieza abriendo botellas -explicó Bill.  -¡Qué bien!-dijo Nick. Estaba sorprendido. Nunca había pensado en aquello. Siempre creyó que los borrachos empezaban bebiendo solos."

Hemingway. Las nieves del Kilimanjaro


El verano había sido relajado y lo había disfrutado como en sus tiempos de joven. Con despreocupación y cierta felicidad a pesar del calor húmedo y sofocante que hacía de día, y muchas veces también de noche. Un calor pegajoso que comenzaba casi al amanecer y que ya no cesaba al menos hasta la puesta de sol, mitigado tan solo en parte por la brisa marina que soplaba casi todas las tardes procedente del sur aunque cargada igualmente de humedad, más vaporizada y menos cálida pero que aún así hacía brillar las pieles y hacía su tacto menos sedoso y algo más viscoso, como uno se imagina la piel de un reptil. Esta brisa que soplaba desde la barra de la desembocadura del río solía amainar al ponerse el sol, aunque algo de su frescor seguía sintiéndose hasta bien entrada la madrugada, permitiendo más o menos conciliar el sueño bajo las aspas blancas de los ventiladores de los techos que giraban sin cesar durante todo el día.

Las chicas dormían repartidas en las camas que había en el salón y en la habitación contigua, separadas ambas estancias por una gran agujero como un ojo de buey en la pared a modo de ventana y sin puertas entre ambas. Con esa animación en la casa la soledad se sentía menos, aunque él se iba a dormir al velero y las dejaba tranquilas, cansadas de sol y agua. Tampoco había grandes problemas de limpieza si se intentaba sacudirse la arena de los pies y se tendían los bañadores en la terraza cambiándolos por algo de ropa seca, porque en realidad toda la ropa que tenían estaba tirada por todas partes.

Luego vinieron los viejos amigos, y a las salidas con el barco por la bahía de aguas verdes y cálidas se sucedían las noches de alcohol y risas, como en otros tiempos, como si nada hubiera cambiado después de tantos años. El tiempo pasado parecía evaporarse con el calor, las cervezas y las músicas de las fiestas del pueblo...

Todo esto a Yannis le hacía sentirse bien. Después de vivir solo, había adquirido costumbres muy definidas y llegó a encontrar placer en seguirlas aunque sentía que era bueno romperlas, y él sabía que mucho tiempo después de marcharse su hija y sus amigos seguiría conservándolas. Antes de la llegada de las visitas había aprendido a ser feliz y durante una larga temporada tuvo que aprender a vivir y trabajar sin sentirse más solo de lo que en realidad era capaz de soportar; pero la llegada de su hija había puesto fin a la rutina vital que él había elaborado para protegerse del aburrimiento y de la lejanía. Había sido algo hasta placentero; el trabajo, las  horas para hacer cosas, lugares en que guardar lo amado, el orden en comidas y bebidas, nuevos libros que leer y viejos libros que leer de nuevo. A esa rutina había incorporado detalles que él mismo había construido como todos los solitarios, a fin de no hundirse e incluso para creer que había vencido esa misma soledad, y había ido trazándose unas normas y conservaba sus costumbres, que ponía en práctica consciente o inconscientemente...

En la casa de Key West, los gatos polidáctilos pululaban por el jardín entre los tamarindos, las guayabas y los cocoteros, ajenos a todo; tumbados aquí y allá; perezosos en el ambiente tropical como turistas de lujo en vacaciones. También lo hacían en el interior de la casa, ocupando cómodos sillones, camas con colchas impecablemente blancas, alfombras mullidas... Y en la veranda de suelo de madera pintado de verde, a la sombra, en el frescor de la brisa procedente de los bajos del cayo, la misma que entraba por las ventanas de amarillas persianas abiertas de par en par y que con total seguridad respiró en algún descanso de su azarosa vida el capitán Asa Tift, sin imaginar que su casa sería algún día transformada en museo por haber sido residencia también de aquél corpulento y gran escritor de parecida azarosa vida.

Estaba bien entrada la noche en el Sloopy Joe´s y aún estaba bebiendo de pie en la barra con Thomas Hudson, Asa Tift, Papá, Harry Morgan, Eddy Marshal y los otros. Tenían ganas de seguir bebiendo y de liarla aunque todos eran conscientes de que habría que salir al alba sin ser vistos y todavía había que cargar las provisiones, las armas y recoger a los chinos en la playa. Solo Harry se mostraba con cierto ánimo y optimista; en realidad era el que menos había bebido. Eddy tenía el ojo derecho morado y un feo corte en la mejilla que no había querido curarse. Estaba muy borracho y seguía comportándose de un modo violento. Thomas Hudson tenía los ojos vidriosos y no parecía importarle demasiado lo que pudiera pasar. Conocía bien su barco y el estrecho canal para salir del cayo. Luego el desembarco en Cuba ya iba a ser otro asunto del que preocuparse una vez allí. Solo había que concentrarse en no tocar fondo a la salida y tratar de no ser vistos ni escuchados poniendo los motores a las revoluciones mínimas y poner rumbo a la pequeña cala donde estarían esperándolos con todas las luces apagadas y sin encender siquiera un cigarrillo. 

Los destellos del faro alumbraban hacia el mar intermitentemente sobre las copas de los árboles cuando decidieron salir del bar y encaminarse hacia el embarcadero.

Liliana, después de haber pasado más de dos semanas juntos tras reencontrarse en Miami, se despidió allí mismo con el sentimiento cierto pero inexplicable de que esa iba a ser la última vez que lo vería...



"Veranda"

Faro de Key West

En cuanto tocaron fondo con la proa desembarcaron a todos los chinos, la mayoría de los cuales no sabían nadar. Thomas Hudson mandó a Eddy tirarse también con una de las armas para asegurarse de que nadie hiciera ninguna tontería, cuando de pronto se sintió cegado por los potentes focos que alumbraban desde tierra y comenzó la ráfaga de disparos...

El desagradable sonido del despertador hizo que Yannis se incorporara sobresaltado, empapado en sudor, los ojos enrojecidos por el alcohol y el sueño inquieto, sin saber exactamente dónde se encontraba. El sol naciente inundaba ya la habitación, las hojas de las palmeras colgaban inertes, el cielo lucía azul y el calor húmedo anunciaba el comienzo de otro día en Bahía olvido. Volvía a estar solo... En la mesilla de noche se encontraban "Tener y no tener" e "Islas a la deriva" en sendos ejemplares manoseados y releídos con numerosas anotaciones.

-"Maldito Hemingway", pensó, mientras trataba de despertarse y conseguir que la realidad y la ficción volvieran a situarse cada una en su lugar.


Estudio de Hemingway

jueves, 4 de septiembre de 2025

El pianista del barco

La señora era aun joven, rondaría los cuarenta años y aparentemente viajaba sola. 
Joyas caras, pelo rubio con un peinado perfecto aunque un tanto pasado de moda, maquillaje excesivo, ropa de fiesta, zapatos de tacón, copa en la mano izquierda conteniendo algún cocktail, y cigarrillo fino, probablemente mentolado, en la derecha. Se sentaba en uno de los taburetes de la barra con las piernas cruzadas e intercambiaba comentarios breves adornados con una leve sonrisa con el impecablemente vestido camarero asiático, que desde detrás de la barra y con rostro inescrutable los escuchaba atentamente mientras limpiaba los vasos con una blanquísima servilleta.

La noche de noviembre era infame en la mar en aquella travesía desde La Valetta a Barcelona; las olas de casi diez metros y el viento de más de cincuenta nudos hacían que el "Legend of the seas" se balanceara lenta pero firmemente de una banda a la otra. Los interminables pasillos estaban desiertos; los salones de baile despoblados de bailarines; los restaurantes vacíos de comensales. Solo unos pocos pasajeros de aquél último crucero del barco por el Mediterráneo se aventuraban a salir de los camarotes para tratar entre tumbos de llegar a algún sitio para comer algo o tomar una copa. 

Y en el bar "Schooner", Yannis, un marino que había acabado de vacaciones en el crucero por una de esas a veces inexplicables vueltas del destino, contemplaba mientras tomaba su Bombay azul, a aquél pequeño y dispar grupo de personas que por algún motivo, tal vez su aspecto, quizá las miradas en cierto modo cómplices que se dirigían, o su aura de almas errantes encontradas en aquel universo flotante, llamaban poderosamente su atención. Y como no tenía otra cosa mejor que hacer se dedicó a imaginar sus vidas y cómo podían haber sido zarandeadas hasta acabar en aquél piano-bar en mitad del Mediterráneo en aquélla noche tormentosa. 

La Castafiore, así decidió llamar a la señora de la barra, había sido una frustrada cantante de ópera. Muchos años de estudios pagados por su acomodada familia acabaron con un par de apariciones como soprano suplente en funciones programadas en pequeñas ciudades, lejos de sus sueños en La Scala, el Liceo o el Metropolitan. Había acabado casándose con su representante para divorciarse al poco tiempo, y ahora llevaba una vida cómoda pero aburrida que trataba de aliñar con viajes esporádicos y el sueño de encontrar al hombre de su vida mientras se conformaba con sus cócteles y sus cigarrillos.
Schooner bar


León, el pianista de blanca y esponjosa cabellera (un tanto leonina, como su nombre), estaba en esa edad en la que un hombre que ha tenido una vida más o menos ordenada y un trabajo estable debería encontrarse jubilado y disfrutando de su familia, y no tocando el piano en el bar de un crucero durante largas noches y meses de embarque. Pero Yannis, mirando entre sorbo y sorbo del gin-tonic a León, con su blanca melena, su igualmente blanca chaqueta, su pajarita negra y escuchando las melodías archiconocidas que animan cenas en hoteles de todo el mundo saliendo de sus teclas, pensó que tal vez, como la Castafiore, estudió y trató de llegar a ser un músico famoso, un concertista de piano reconocido en todo el mundo, pero ya se sabe ¡el mundo de la música!, solo los mejores llegan a lo más alto. Algunos leones como él tienen que rugir bajito y conformarse con dar clases a niños bien o tocar en restaurantes y hoteles para poder vivir. Y bien pensado, trabajar en un crucero no estaba tan mal, con todo pagado, viajando por el mundo, conociendo gente interesante... No necesitaba jubilarse en realidad para volver a su aburrida y pequeña ciudad de Estados Unidos. No. Seguiría tocando sus melodías mientras lo siguieran contratando. Así estaba bien...

Sun Tzu ya era otro nivel mucho más difícil de descifrar, un enigma asiático tras los mínimos ojos rasgados, el gesto imperturbable, los movimientos precisos tras la barra, el cuerpo delgado, pequeño, escurridizo. Aquí Yannis tenía serias dudas. Tanto podía haber pertenecido a una banda de contrabando de armas que ser un ejemplar padre de familia en Bankok. Imposible imaginar nada con fundamento... Pero había algo... Las miradas. Las que dedicaba de tanto en tanto a León y a la Castafiore. Ahí sus pequeños ojos orientales mostraban algo más, una familiaridad, una cierta y misteriosa complicidad, sutil, apenas perceptible de no ser por las circunstancias, por la soledad del bar y los gin-tonics azules.

"Smoke gets in your eyes", cantaba León mirando a la Castafiore, un poco abstraído en su música, en cierto modo como si estuviera haciéndolo por última vez. En realidad toda la atmósfera tenía cierto aire de "última vez": La noche negra, el temporal con fuerza huracanada afuera, los movimientos extremos del barco, la soledad en las cubiertas, y la pequeña y extraña reunión en el bar Schooner ajena a todo lo demás, como si nada importara ya demasiado. 

"Legend of the seas"


La Castafiore fumaba un cigarrillo tras otro. Sun Tzu le acercaba siempre solícito el encendedor. Y le servía su cocktail favorito cuando veía su copa vacía: un Cosmopolitan hecho con vodka, triple seco, zumo de arándanos y zumo de lima, preparado por él con precisión y un toque extra de vodka, como sabía que a ella le gustaba.
León seguía tocando ya ajeno a todo.  No bebía. Solo se encendía de vez en cuando un Marlboro que dejaba consumirse casi en su totalidad en el cenicero de cristal que reposaba en un lado del piano.
Yannis se pidió un cuarto Bombay, no tenía sueño, estaba en uno de esos momentos en los que el tiempo, el lugar y la realidad se difuminan. Uno de aquellos tantos que había disfrutado en sus viajes y que sabía reconocer y no dejar escapar.

El blanquísimo barco se abría paso por la negra noche mediterránea, dejando una gran estela de espumas que el viento y las olas barrían rápidamente. Dentro, muchas vidas, todas distintas, eran llevadas a su destino. Unas de regreso a sus hogares tras las vacaciones, otras para hacer escala rumbo a otros lugares, algunas sin un destino definido, y tres de las que se encontraban en el Schooner bar, destinadas a ser detenidas por la policía portuaria.


miércoles, 27 de agosto de 2025

Antonio Caso, pittore miniaturista. (El abuelo de Pompeya)

 Pues allí estaba él, con su tenderete de postales pintadas a la acuarela por su experimentada mano, que representaban fielmente los frescos aún bien conservados de la casa Vetti de Pompeya.

Por supuesto, no era un vendedor al uso, de los que se sientan delante de cualquier monumento frecuentado por muchedumbres de turistas con la intención de endosar el típico recuerdo fabricado en serie y expuesto en un chiringuito atiborrado. No.

Era un abuelo, un abuelo de esos entrañables que con su elegante abrigo, su mirada inteligente y sus ademanes educados, representaba la sabiduría adquirida a través de toda una vida de supervivencia y trabajo.

Por eso, en lugar de seguir la corriente de visitantes presurosos y ansiosos de fotografiar cada piedra y cada víctima atrapada en la antigua lava solidificada del Vesubio, conservadas en posturas  estremecedoras, me detuve a contemplar el fruto de su trabajo y del amor a un lugar probablemente único para él. 

Las postales eran pequeñas obras de arte en miniatura, originales por ser únicas, auténticas por haber sido realizadas por el pincel de D. Antonio, nacidas de la admiración y la afición, del buen hacer. Me parecieron el mejor recuerdo que alguien podía llevarse de Pompeya.

Así que tras una charla en la que me explicó el simbolismo de los frescos que decoraban aquella villa, vestigio precioso de la civilización romana, casi en su totalidad conservados, mi compañera de viaje escogió una pintura que representaba la conquista del amor mediante el uso de elaboradas fragancias que ya los romanos como refinado pueblo que eran incluían en sus ritos amorosos y se la compramos al abuelo.

Reconforta encontrarse con personas así. Nos recuerdan que el respeto y el cariño hacia las cosas que nos son familiares y que forman parte de nuestra historia, ya sea personal o colectiva es lo que las dota de calor y personalidad. No es lo mismo comprar una postal que te recordará el resto de tu vida aquel momento especial que compartiste con alguien también especial a una persona que lo hizo con cariño y afición, que cogerla de entre el montón que hay apiladas en el expositor giratorio del quiosco de la esquina. No es lo mismo.

Por eso: Gracias abuelo Antonio

ANTONIO CASO
Pittore miniaturista  Casa Vetti
Via Roma 28  Tel:8619603
800058 TORRE ANNUNZIATA (NA)


sábado, 5 de julio de 2025

Extraños sucesos en alta mar

"En una verdadera noche oscura del alma siempre son las tres de la mañana"

Scott Fitzgerald




-¿Cómo lo llevas? Es una noche movidita, ¿No te parece?

-Sí, un poco, contestó el chico.

Habían zarpado al atardecer, y de eso ya hacía unas cuantas horas; el viento les empujaba por popa desde poniente y la mar había ido creciendo conforme se alejaban de la costa, al tiempo que la oscuridad había ido ganando terreno al cielo encapotado de nubes bajas, envolviendo al velero en el limbo atemporal que es la noche en la mar.

-¿A ti no te gusta mucho hablar, no?

-Bueno, a veces hablo. Otras veces no...

-Y hoy no es uno de tus días buenos, dijo el patrón.

-Estoy bien.

-¿Quieres un cigarrillo?, le dijo cuando sacó la cajetilla de Camel y se encendió uno en el hueco de la mano, tapándolo con su cuerpo encorvado.

- No me gusta el tabaco.

-OK. No te daré más la lata. Si no quieres hablar, por mí está bien. Los otros están todos abajo en la cabina, mareados como piojos. ¿Pero tú has navegado antes, no?

-Mi padre tiene un barco. Lo trajimos de Grecia.

-¡Vaya! Entonces tenemos aquí a todo un navegante...

No hubo repuesta al último intento de continuar la conversación. El chico permaneció callado, sentado en una esquina de los bancos de la bañera, escrutando desde sus gafas de buen estudiante la negrísima oscuridad de la noche que se iba tornando tormentosa. Una de esas noches de vacío absoluto, que te hacen sentir como envuelto en una tela opaca rasgada solo de tanto en tanto por los latigazos restallantes de los relámpagos. 
Apenas se veían las caras, iluminadas tenuemente por la luz de la bitácora. Las brasas del cigarrillo que se consumía rápidamente salían volando tras cada calada; pequeñas chispas rojas que se apagaban casi al instante. El viento continuaba subiendo preocupantemente y el patrón trataba inútilmente de vislumbrar la luz del faro del islote en el que había planeado fondear a sotavento, aguzando la vista y tratando de penetrar la lluvia y la oscuridad.

-"Esto de mirar y no ver las cosas no es algo razonable", pensó. Siempre le parecía el comienzo de algo malo, aunque sabía que había veces en las que no sólo se podía "mirar" con los ojos. Como marino experimentado podía interpretar las señales, las sutiles señas y guiños que la naturaleza mostraba, y aquélla noche las señales empezaban a no ser buenas... La sensación de cabalgar desbocado hacia la oscuridad en mitad de una tormenta y sin ver todavía los destellos del faro donde deberían aparecer empezó a resultarle preocupante.
Mientras tanto, el joven aspirante a patrón con aspecto de ratoncito de biblioteca, al que le asomaban los mechones del flequillo pegados a la frente como pequeñas algas de aprendiz de Poseidón bajo la capucha del chubasquero, continuaba inmóvil y silencioso como un fantasma. 

-Ni se te ocurra moverte de ahí si no quieres bajar a la cabina, ni mucho menos te sueltes el arnés del chaleco salvavidas, y avísame si quieres algo, ¿entendido?

-Si... 

-¡Jodido tipo raro para tenerlo como compañero de guardia!, masculló entre dientes mientras se asomaba sobre la capota en otro intento inútil de ver algo por proa.

- ¡Voy a bajar un segundo a calentarme un poco de "grooog"!, le dijo, girando la cabeza y gritando contra el viento, con las manos frías ahuecadas en tormo a la boca. ¡Ya lo tengo hecho, lo caliento y subooo! Solo será un segundo. ¿Quieres que te suba algooo?

-No...

-Está bieen. Aunque no te vendría mal tomar algo calienteee. Quédate quieto y no toques nadaaa. Y sobre todo, no te muevas de donde estás, ahora es peligroso de verdad, ¿entiendeees?

-Si...

-¡Pinche pendejo con sangre de horchata!, pensó mientras retiraba la lona que cubría la escotilla y bajaba la escala hacia la cámara.

Al entrar abajo, el panorama era poco alentador. Calor impregnado de humedad, el indescifrable olor mezcla de miedo y mareo de un grupo de personas hechas ovillos en el suelo, en los catres, en el sofá de la cámara; los ruidos de todo tipo de objetos entrechocando entre sí, los crujidos de las maderas con cada bandazo, las luces atenuadas de aparatos de navegación con dígitos en rojo. Nada fuera de lo normal dadas las circunstancias...
El anticipo de la sensación de bienestar que le proporcionaba la bebida caliente, encendió los ánimos del patrón, que ya se preparaba para las horas duras que sabía le quedaban por delante. 
Le había enseñado a hacerla su amigo Jaime el cocinero, un tipo capaz de preparar cualquier manjar sin importar lo más mínimo las condiciones de navegación; imperturbable ante los más violentos bandazos y cabezadas, como nacido para hacer eso y ninguna otra cosa, siempre sonriente y de excelente humor...
Con el recuerdo de su amigo en la cabeza y una sonrisa en los labios, calentó la mezcla de ron moreno, agua, clavo y azúcar, la añadió a su muy manchada por el uso taza de café y se dispuso a salir de nuevo a cubierta. 
El escenario no había cambiado para mejor: las olas eran más altas, el viento aullaba más fuerte, la oscuridad era más brutal... El pinche pendejo con sangre de horchata continuaba en su sitio, imperturbable. Como un elemento más del barco. Sin abrir la boca. Un punto inquietante...

- Voy a asomarme un poco a proa, a ver si distingo alguna luz, dijo el patrón sin ninguna esperanza ya de obtener respuesta, casi hablándose a sí mismo para darse compañía...

Nada. Solo la espuma del mar saltando estrepitosamente por las amuras. El único tono luminoso junto con los amenazadores relámpagos. Unos por arriba y otro por abajo, recordando que aún el velero estaba en este mundo y no había sido abducido a otro fantasmal y vacío. Hasta que de pronto...

-¿Qué demonios es eso?...

Una enorme esfera color verde fluorescente apareció frente al barco, a unos cien metros por la proa y unos cincuenta sobre la superficie del mar. Como una luna llena espectral y misteriosa, quieta durante unos segundos y luego descendiendo lentamente ante los ojos de perplejo patrón, que no entendía nada de lo que estaba viendo... Hasta que, tal como apareció, desapareció bajo el mar. 

-¿Lo has visto? Gritó volviendo la cabeza hacia el lugar de donde no se había movido en toda la travesía el pequeño ratón de biblioteca silencioso.

Y como si uno de los rayos que rompían el cielo nocturno a intervalos le hubiera caído encima directamente, sintió el terror fulminante de comprobar que el pinche ratón ya no estaba en su sitio. 
Corrió rápidamente a maniobrar para poner el barco a la capa, en un intento de pararlo y tratar de localizar al chico, bajó de un salto a la cabina gritando a la tripulación que buscaran por todos los rincones y que algunos salieran a cubierta inmediatamente con los chalecos puestos y todos los focos y linternas que pudieran encontrar, arrancó el motor y puso el barco a navegar contra las olas, al rumbo opuesto al que traían hasta hacía tan solo un momento. 

Nada.

Ni rastro del pequeño y desobediente aprendiz de ratón navegante...

Una angustia sorda comenzó a surgirle del pecho y acabó agolpada en sus ojos en unas incipientes lágrimas de dolor. No iba a ser posible sobrevivir en una mar como aquella en una noche como aquella si había caído por la borda. No cabía esperar sino un milagro. Y sabía que de esos pasaban pocos.
Dieron vueltas y más vueltas, gritaron, alumbraron con todas las luces que tenían a su alcance...

Nada... 

Mientras ordenó a los tripulantes seguir buscando, decidió bajar de nuevo a la cabina. Revisó todos los rincones de proa a popa, levantó mantas, equipajes, encendió todas las luces, abrió puertas y tambuchos, hasta que en uno de los camarotes de popa, al fondo, semioculto tras un montón de mochilas y sacos de dormir, asomaron unos pelos tiesos de ratón, y unos ojos negros y redondos tras unas gafas de montura plateada lo miraron con una mezcla de cansancio y terror.

Se sucedieron gritos, insultos, abrazos flojera de piernas, cansancio infinito, odio visceral a los barcos, al mar, a las esferas de color verde fluorescente que aparecían de la nada y desaparecían como habían llegado, al viento, a los rayos, al movimiento desbocado, al olor a humanidad en la cabina, a los aprendices de navegantes que caen por la borda (o no), a los faros que no mostraban sus destellos...

Dio orden de poner rumbo a tierra a motor y vela, y el velero comenzó a abrirse camino contra las olas que saltaban por proa y llegaban hasta popa, empapándolo todo, incluido el patrón. No se habló más del asunto, de ninguno de los dos, en toda la travesía y al romper el alba, las luces de la bocana y las aguas tranquilas del puerto recibieron al barco y a su tripulación. 

Tras las despedidas, los abrazos, los agradecimientos, los tripulantes se marcharon. El patrón se quedó solo a bordo ordenando y baldeando el barco para limpiar el salitre que había llegado hasta la perilla del mástil, mientras algunas canas más habían comenzado a adornar su cabeza, las ojeras oscurecían sus enrojecidos ojos, la piel de su cara brillaba por el frío y el insomnio y el salitre y el calor, y todo su cuerpo dolía de cansancio. 

Luego bajó a la camareta, se preparó un negroni, encendió un camel y flotando en la quietud de las aguas del puerto, oyendo las voces de los tripulantes de los barcos vecinos que llegaban para una jornada de regatas, pensó: 

-¡Qué diablos! No hay nada como una navegación dura, ver una esfera misteriosa en mitad del mar, casi perder un ratoncito travieso y llegar a puerto sano y salvo para poder contarlo y sentirte más vivo de lo que te has sentido nunca...

Y así, con el efecto del negroni y el cansancio narcótico, cayó en un profundo sueño que lo llevó a zarpar de nuevo rumbo a otras singladuras.

 


miércoles, 18 de junio de 2025

Museo Las caracolas

"No había sido fácil regresar ni romper las cadenas de responsabilidades formadas que, según parece, son tan livianas como una tela de araña pero sujetan como cables de acero"

"Al romper el alba"


Aquel día llovía a cántaros, torrencialmente; un auténtico diluvio casi universal. El cielo mostraba un color negro de fin del mundo, aterrador, y el viento soplaba huracanado, desatado; un vendaval de mil demonios, todos silbando a la vez. Los elementos en su apogeo invernal en la bahía de Cádiz. La mar acerada, oscura y peligrosa, con blancos penachos de olas rompientes acabando en estrepitoso impacto contra las rocas de los espigones o muriendo mansamente al final de su largo recorrido sobre la fina arena de las anchas y vacías playas.

El plan era ir a los puertos deportivos cercanos a ofrecerse como tripulantes ocasionales de veleros para salir los fines de semana, aunque con aquél tiempo infame lo más probable es que estuvieran desiertos, poblados tan solo por los marineros de guardia refugiados en sus garitas y preocupados por la seguridad de los barcos. De modo que en lugar de eso, pusieron proa (figurada y terrestre) a Sanlúcar de Barrameda con la intención de alejarse del temporal.

Riadas de agua corrían por las calles de adoquines entre casas blancas cerradas a cal y canto; los balcones con techumbre de madera y hierro chorreantes como fuentes; las bodegas de manzanilla con sus grandes portones y ventanas enrejadas trincadas. La ciudad desierta, sin refugio posible. La única salvación era buscar un bar. Y éste apareció bajo el colgante, empapado, y deseado cartel: Bar "El conejo". 

El suelo hecho una pasta mezcla de serrín y pisadas de suelas empapadas, de agua de paraguas y servilletas de papel mojadas, la gente agolpada frente a la barra con sus copas de manzanilla en ristre; unas chicas de la tuna cantando sus canciones, con sus capas negras, sus pantalones bombachos, sus cintas de colores y escudos de ciudades. En las vitrinas del mostrador, tapas de pijotas, tortillitas de camarones, gambas blancas, navajas... En el pequeño espacio, conversaciones en alta voz, risas, gritos... El mundo exterior, el cielo sombrío, la soledad de las calles y el mal tiempo quedaban muy lejos ahora, amortiguados y sustituidos por el calor  humano, la felicidad, la alegría, el vino compartido, la música de la tuna... Se había traspasado el umbral que separa la barbarie natural de la civilización.

Cuando finalmente amainó la tormenta, pudieron salir de nuevo a descubierto y desde la parte alta de la ciudad vieron una extravagante construcción, con banderas piratas y gallardetes ondeando en la terraza; olas encrespadas y aros salvavidas; peces de alta mar y  barriles de ron; escalas de gato y un batiburrillo de carteles: "80.000 caracolas". "La vida de Sanlúcar al alcance de todos..."" Y en la entrada, un gran letrero:" Museo del mar Las caracolas."








La entrada estaba cerrada, el día seguía gris, una nota en la puerta instaba a llamar si se quería visitar el museo y al tocar el timbre, un señor mayor con gabán marinero y gorra azul bajo la que asomaba una blanca coleta sacó la cabeza por una de las ventanas que daban al callejón del Truco y pidió amablemente ser esperado hasta que bajara.

Cuando finalmente abrió y los visitantes accedieron al edificio-barco, un olor extraño surgió de las habitaciones, o quizá deberíamos decir camarotes, o de la bodega de la casa-barco: algo así como un tufo a pescado en descomposición, rancio, un punto desagradable, aunque eso no les disuadió de seguir a Antonio Garrido para que les enseñara el museo. Precio: La voluntad.

Todas las paredes se encontraban cubiertas de caracolas de mar. Cientos, miles de ellas pegadas a la pared por todas partes sin dejar ni un hueco, salvo los ocupados por las también cientos de fotos y cuadros que las adornaban. Las fotos correspondían a antiguos barcos, visitas de reyes, recortes de periódico relativos a acontecimientos acaecidos en la ciudad, y muchos otros y dispares motivos; un batiburrillo hipnotizante y en cierto modo mágico.

Mientras los viajeros admiraban toda esta amalgama de objetos, Antonio les iba explicando todo con su acento andaluz y entonación y maneras de guía turístico que ha repetido hasta la saciedad las mismas cosas, algunas  curiosas, por ejemplo:

¿Saben ustedes de dónde viene el nombre de Sanlúcar de Barrameda? Pues cuando los barcos tenían que pasar la barra de arena para llegar a puerto, el patrón preguntaba al marinero encargado de la sonda: ¿Barra me daaa?, y éste respondía por ejemplo: "Arena cuatro brazaaaas". Así pues, el nombre de la ciudad viene de "Santo lugar de barra me da..."

¿Saben ustedes por qué a las prostitutas se les llamaba rameras? Pues porque en las casas en las que trabajaban solían poner una ramita de romero en la puerta para que los clientes supieran que allí podían atenderlos...

Y así, entre explicación y sorpresa ante la cantidad de objetos heterogéneos que este hombre anciano había acumulado en aquella casa, llegamos al lugar desde el que emanaba el efluvio extraño que impregnaba todo el lugar. En el salón principal, o bodega (no olvidemos que estamos en un barco) cerca de la litera de marino con cortinilla en la que Antonio nos dijo que dormía, había un gran cesto de mimbre lleno de algo que se vendía como "souvenir": Cientos de mandíbulas de marrajos y tiburones. ¡Ajá! ¡Misterio resuelto!

Luego nos hizo pasar a una sala, cerró unas cortinas, apagó la luz dejando solo una tenue bombilla de color rojo y, metiendo las manos en una mesa preparada al efecto llena de arena, piedras y conchas, imitó el sonido de las olas moviendo todo el conjunto hasta conseguir crear la sensación de que se estaba al borde mismo del mar... Algo verdaderamente increíble y con un efecto real y ciertamente relajante.

Al finalizar la visita, al despedirnos, Antonio Garrido habló de que querían derribar su casa, hundir su barco querido. Estaba viejo y los tiburones inmobiliarios querían construir casas nuevas en su lugar. Él estaba tratando de defenderse con sus pequeños cañones hechos de recuerdos y amor al mar y la espada de ilusiones preparada, pero la batalla se presentaba difícil. El gran barco pirata armado hasta las bordas venía listo para el ataque, aunque él estaba dispuesto a hundirse con su barco destartalado, querido, varado en el tiempo y cargado de historias.

Nunca supimos como acabó su viaje, pero en ese día gris y desapacible, al volver la vista en la distancia para ver su museo por última vez antes de marcharnos, le deseé de corazón que su barco consiguiera seguir a flote y navegar aunque fuera una última singladura más...





miércoles, 15 de enero de 2025

Tormenta

“El calor del trópico entraba por la ventana y me envolvía con su presencia mansa y protectora, como una antigua amistad que me acogía de nuevo con rutinaria familiaridad. Pensé en lo que venía de padecer y, como siempre también, al recordarlo sentí como si fuera otro el que vivió tan descabelladas experiencias y conoció seres cuya huella seguramente registraría la memoria para siempre pero que, al mismo tiempo, se me presentaban como desasidos y ajenos al signo de mis desplazamientos.” 

Maqroll el Gaviero. Amirbar.




-¡Morsa!, ¡El timón, compañero! 

El grito vuela con el fuerte viento junto con las gotas de lluvia, que se clavan como agujas en la ancha cara de "Morsa" Ushuaia, el timonel de la goleta "Melkart". 

Quince años al mando del capitán Danforth Bravanti. 

-¡Quince años!, piensa Morsa. -Toda una vida... 

Los crujidos de la madera; el olor a humedad, a tabaco de pipa; los sobresaltos para arriar vela a medianoche. 

Quince años de frío, soledad y angustia. 

-¡Morsa, todo a estribor! ¡Costa a sotavento, amigo! ¡Rápido!, grita el capitán Danforth 

Quince años de penalidades, gritos, órdenes... Demasiado tiempo... 

Moon mira a través de la ventana cómo la tormenta azota la costa, pensando en su padre. Casi un desconocido. A sus quince años, poco recuerda de él. 

¡Quince años, toda una vida! 

Al fin, en la noche, todo acaba. De golpe, quince años se desvanecen en la niebla del tiempo.